jueves, 21 de diciembre de 2017

El talio, la enfermera y El misterio de Pale Horse


La inmortal Agatha Christie


El talio, la enfermera y El misterio de Pale Horse


La enfermera Marsha Maitland estaba sentada al lado de la cama en una de las habitaciones del hospital de Hammersmith, en Londres, contemplando en silencio a la pequeña que respiraba con dificultad. La niña, de diecinueve meses, había llegado desde Qatar acompañada por sus padres, en estado de semi-inconsciencia y con la presión sanguínea en descenso. Los médicos habían intentado estabilizarla, pero nada parecía poder detener el proceso de deterioro que la estaba condenando. Simplemente, se moría. Y, lo que era más embarazoso, nadie sabía por qué.
Marsha Maitland no tenía en ese momento mucho que hacer, así que echó mano de la novela de Agatha Christie que estaba leyendo últimamente, El misterio de Pale Horse. Mientras lo hacía, sus pensamientos a menudo volvían al extraño caso de la niña, a cuyo misterioso mal nadie en todo el hospital parecía capaz de ponerle nombre. Los médicos se estaban devanando los sesos intentando averiguar de qué enfermedad se trataba, pero lo único que sabían con certeza es que la vida de la pequeña se apagaba poco a poco, que su respiración se volvía cada vez más débil y que empezaba a perder el pelo.
Marsha, de repente, dio un respingo. Acababa de leer en la novela que a una de las víctimas del asesino se le estaba cayendo el pelo… ¡y empezó a caer en la cuenta de que otros síntomas también encajaban! Agatha Christie era una autora con buenos conocimientos sobre toxicología… ¿Sería posible que la pequeña que yacía postrada en la cama de al lado estuviese sufriendo un envenenamiento por talio, la mortal sustancia con la que se cometían los asesinatos en El misterio de Pale Horse?
Inquieta y esperanzada, la intrépida enfermera compartió sus sospechas con Victor Dubowitz, el médico encargado del caso. Aunque incrédulo en un principio, Dubowitz se dio cuenta de que ante lo desesperado del caso había poco que perder. Entró en contacto con Scotland Yard, que le puso en contacto con un laboratorio capaz de analizar el talio y también con un delincuente que estaba en la cárcel por envenenar a su familia y a sus colegas de trabajo, y que conservaba un cuaderno de notas con los síntomas detallados del envenenamiento.
El resultado de la pintoresca investigación fue espectacular. Los atribulados padres no tenían la menor idea de cómo podía haberse intoxicado su hija, pero el hecho es que en la sangre de la niña había una cantidad de talio diez veces superior a la normal. Tras una serie de pesquisas, resultó evidente que la pequeña había ingerido un pesticida habitualmente utilizado en su barrio natal para combatir a las cucarachas y a los roedores. Al gatear por el suelo, la pequeña lo tocaba con los dedos y a continuación se lo llevaba a la boca. Una vez dentro del organismo, el ponzoñoso elemento se cuela por los canales celulares que utiliza el potasio e interfiere con un gran número de sistemas enzimáticos. Y lo peor es que no te enteras, porque el veneno tarda semanas en hacer efecto. Las disoluciones de sus sales son incoloras, inodoras e insípidas, y los síntomas que provoca pueden confundirse con los de muchas enfermedades, por lo que pasa prácticamente desapercibido. Es el veneno perfecto, y ha protagonizado muchas historias rocambolescas de asesinato.
El equipo de Dubowitz empezó a tratar a la niña con azul de Prusia, un agente químico que “secuestra” el talio, enlazándolo fuertemente y evitando que sea absorbido. A las pocas semanas la pequeña se había recuperado considerablemente y a los cuatro meses se le dio el alta. El extraordinario caso fue incluido en la edición de junio de 1977 del British Journal of Hospital Medicine y a partir de ahí dio la vuelta al mundo. Por desgracia, Agatha Christie había fallecido el año anterior, de modo que la inmortal escritora no pudo llegar a ver como su talento y su fabuloso conocimiento de los venenos había salvado la vida de una persona de verdad, una pequeña de poco más de año y medio que, a la postre, resultó ser una de las pocas supervivientes de El misterio de Pale Horse. Para que luego digan que la realidad no supera a la ficción...
¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

viernes, 17 de noviembre de 2017

El pronóstico del tiempo y el desastre de Balaclava


Entrada del puerto de Balaclava durante la Guerra de Crimea

El pronóstico del tiempo y el desastre de Balaclava


Que el tiempo atmosférico ha influido en algunos de los acontecimientos más relevantes de la historia es una realidad bien conocida por todos, baste para ello mencionar el episodio de la Armada Invencible o los intentos de los franceses de Napoleón y los alemanes de Hitler para sobrevivir al terrible invierno ruso, por no hablar de la fracasada invasión del Japón en 1281 por parte de las huestes de Kublai Kan (con una flota entera de cientos de barcos y miles de hombres destrozada en el transcurso de una espantosa tormenta). Sin embargo, menos conocido es el episodio que se encuentra detrás de los modernos esfuerzos por generalizar las predicciones meteorológicas.
Durante milenios, resultó muy costoso tratar de predecir en serio los vaivenes en las inclemencias del tiempo, primero porque se consideraban obra del capricho de los dioses y más tarde porque resultaba francamente difícil el estudiarlos, no existiendo ningún seguimiento sistemático de las tormentas, las sequías o los tifones. Los intentos llevados a cabo habían dado resultados muy limitados, e incluso los progresos de la Edad Moderna se veían frenados por la falta de medios adecuados para trasmitir los resultados de las observaciones meteorológicas con cierta rapidez. La invención del telégrafo en 1832 supuso una esperanza a este respecto, pero los avances en la materia se producían con bastante lentitud.
Este era el estado de cosas cuando, a mediados del siglo XIX, las potencias occidentales, con Francia e Inglaterra a la cabeza, se involucraron en la Guerra de Crimea, un conflicto centrado en el intento de detener las ambiciones territoriales del Imperio ruso en detrimento del cada vez más frágil Imperio otomano. Así, en septiembre de 1854 los aliados desembarcaron en Crimea, viéndose obligados a pasar el invierno en la zona. Pero, tras unos días de descenso continuado de las temperaturas, el 14 de noviembre se desencadenó una espectacular y violenta tormenta que arrasó el puerto de Balaclava, provocando el hundimiento de varios buques de la armada franco-británica y dañando de paso a muchos otros. Entre otras consecuencias, el desastre privó a los ingleses de los suministros de uniformes de abrigo que necesitaban para pasar el invierno, lo que causó enormes inconvenientes y entorpeció considerablemente las operaciones.
Entonces, el enojado emperador Napoleón III volvió sus ojos hacia la ciencia, esa cuya capacidad de predicción acababa de localizar pocos años antes nada menos que un nuevo planeta, Neptuno. Si la los científicos habían sido capaces de semejante hazaña, ¿cómo era posible que el ejército y la flota de dos de las mayores potencias del planeta se mantuviesen a merced de los elementos? Ni corto ni perezoso, Napoleón encargó a Urbain Le Verrier, director del Observatorio de París y uno de los principales científicos involucrados en el descubrimiento del octavo planeta del Sistema Solar, que averiguase si el desastre pudo de alguna forma haberse prevenido.
Puesto manos a la obra, Le Verrier recopiló los informes de diversos observatorios europeos y pronto puso en evidencia que la tormenta no solo había viajado por el continente en los días anteriores a la catástrofe, sino que su trayectoria podía haberse predicho. El subsiguiente aviso a la flota fondeada en Balaclava podría haber permitido a las naves prepararse para afrontar el temporal y, de esta forma, haber minimizado los daños. A la vista de esto, y con el beneplácito del emperador, Le Verrier estableció en Francia el primer servicio nacional de aviso de tormentas del mundo, utilizando informes meteorológicos comunicados a través del telégrafo, algo que pronto fue copiado por las otras potencias militares de la época y que desató el interés por el estudio sinóptico y el desarrollo de pronósticos relacionados con los sistemas meteorológicos, cambiando la ciencia de la meteorología para siempre.
Por lo demás, la Guerra de Crimea, a la que muchos consideran como la primera conflagración verdaderamente “moderna”, fue testigo de cosas como la introducción de la fotografía en los conflictos militares o el desarrollo de nuevos métodos para la higiene y tratamiento de los heridos en los hospitales de campaña, algo que supuso un hito en la reducción del número de bajas por enfermedad. Y es que no hay nada como pasarlas canutas para que se produzcan importantes avances con impacto a largo plazo sobre la sociedad.
¡Hasta pronto!


lunes, 23 de octubre de 2017

El molibdeno, el "Gran Berta" y el western de Colorado


Uno de los primeros modelos del gigantesco cañón "Gran Berta"


El molibdeno, el "Gran Berta" y el western de Colorado



En la larga historia de los conflictos bélicos, hay muchos casos de anécdotas relacionadas con el empleo repentino de una tecnología de nivel superior, pero posiblemente ninguna sea tan pintoresca como la protagonizada por una oscura mina situada en Bartlett Mountain, no lejos de Leadville, en Colorado, en tiempos de la Primera Guerra Mundial.

El origen del rocambolesco relato tiene que ver con las dificultades por las que a principios del siglo XX atravesaba la industria debido al aumento del calibre de los cañones. En efecto, a medida que este aumentaba, la cantidad de pólvora requerida para dispararlos era tan grande que el calor que se desprendía era suficiente para dañar paulatinamente la estructura del cañón hasta el punto de hacerlo inutilizable. Los alemanes, en concreto, llegaron a emplear durante la guerra monstruos como el “Gran Berta”, un gigantesco artefacto de más de 40 toneladas que disparaba enormes obuses de mil kilogramos y en los que el problema del calor se tornaba acuciante.

Agobiados por el asunto, los avispados teutones dieron con una vieja receta francesa, según la cual si añadías molibdeno al acero la resistencia de éste al calor aumentaba. La razón es que el molibdeno es un poderoso metal que no se funde a menos de 2.600º C, teniendo además la propiedad de aumentar la cohesión de los átomos de hierro.  De este modo, de cara a mejorar el rendimiento y duración de los cañones la producción de acero al molibdeno resultaba muy conveniente.

Pero el problema es que apenas había molibdeno en Alemania, de modo que los germanos tuvieron que dirigir sus miras hacia el único sitio en el mundo donde entonces se producía en cantidades industriales: Bartlett Mountain. La historia minera del lugar había comenzado durante el boom de la explotación de la plata en 1879, pero aunque se habían encontrado grandes cantidades de molibdenita (la principal mena del molibdeno), nadie se había propuesto aprovecharlo en serio, dada la casi nula demanda del metal por aquel entonces. Sin embargo, a comienzos de la Gran Guerra las técnicas de extracción habían mejorado mucho, llamando la atención de los alemanes. Estos decidieron crear una sucursal de la compañía Metallgesellschaft en Nueva York, bajo el engañoso nombre de American Metal.

Debido a su neutralidad, el despistado gobierno norteamericano no puso trabas en un principio a que la sucursal de patriótico nombre enviase a uno de sus ejecutivos a intentar negociar el suministro de molibdeno, sin reparar en que el directivo, de nombre Max Schott, era en realidad un peligroso agente que se puso a reclutar sicarios con vistas a apoderarse de toda la producción de la mina de Colorado. A partir de ese momento, en Bartlett Mountain se pudo asistir en vivo a una especie de western que incluía pistoleros, extorsiones y emboscadas, a consecuencia del cual el molibdeno era enviado de forma masiva a Alemania sin que los americanos tomasen cartas en el asunto.

Sin embargo, en el frente occidental los franceses y los ingleses terminaron por hacerse con algunas piezas de artillería germanas fabricadas con el excelente acero al molibdeno, con lo que uno puede imaginar su consternación al darse cuenta de que el enemigo les estaba machacando con unos cañones construidos a base de una materia prima que se encontraba en medio del territorio del que ya era su supuesto aliado. De este modo, y aunque la historia no ha registrado los gritos e insultos que debieron escucharse en las cancillerías y embajadas desde Paris hasta Washington, el caso es que los federales tomaron el control de la situación, cerrando las instalaciones de la pintoresca American Metal y acabando para siempre con sus actividades. La Clymax Molybdenum Company, por su parte, reanudó la explotación de molibdenita en 1924, pero la historia nunca volvió a concederle a la mina el protagonismo que había tenido antaño.

Y es que en la guerra ya no puedes fiarte ni de tus aliados.

¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

lunes, 9 de octubre de 2017


Imagen del Japón en el cambio de siglo

El valle del Jinzü y la maldición del "itai-itai"


La historia de las intoxicaciones masivas por sustancias químicas vertidas al medio ambiente está íntimamente ligada al desarrollo industrial, y entre todos los casos registrados hasta la fecha, quizá uno de las más emblemáticos haya sido el sufrido por los habitantes de la cuenca del río Jinzü, en la prefectura de Toyama, en Japón. La razón de ello es que no solo estamos ante uno de los envenenamientos en los que más tiempo se tardó en descubrir la causa, sino que se trató de la primera, y única hasta la fecha, intoxicación colectiva por cadmio que registra la historia.

La cuenca del Jinzü venía siendo objeto de actividades mineras desde el s VIII, aunque la producción no comenzó a aumentar en serio hasta el s XVII, primero con la extracción de plata y luego con la de cobre y de zinc. A finales del XIX, la explotación se volvió industrial, con grandes hornos que permitieron hacer frente a la mayor demanda de materias primas como consecuencia de la Guerra Ruso-Japonesa y de la Primera Guerra Mundial. A partir de entonces, la producción no paró de aumentar. Aunque la obtención industrial de cadmio no comenzó hasta 1944, la extracción descuidada del zinc tuvo como consecuencia la contaminación de los suelos con grandes cantidades de aquel. El cadmio pasaba al rio, cuya agua, entre otras cosas, se utilizaba para beber y para regar los campos de arroz a lo largo de su recorrido. El arroz acumulaba el ponzoñoso metal, que pasaba al organismo de las personas que lo consumían.

Pero, una vez dentro del cuerpo, el cadmio es químicamente tan parecido al zinc que lo sustituye en los sistemas enzimáticos que precisan de este último. De hecho, la razón de que el arroz de la ribera del río Jinzü absorbiese cadmio no era otra que el haberlo «confundido» con el zinc. En los humanos, el cadmio se concentra sin parar en órganos como el hígado o los riñones, comenzando a dar síntomas de envenenamiento crónico. Entre sus principales efectos, los huesos se vuelven débiles y quebradizos, dando lugar a deformidades y fracturas, aparecen patologías del sistema inmunitario y también insuficiencia renal. Los niveles elevados de cadmio en el organismo están incluso asociados con el cáncer de pulmón, no en vano la concentración de este metal en la planta del tabaco hace que los fumadores empedernidos pueden llegar a absorber una dosis diaria de cadmio muy superior a la de una persona normal.

         El gran parecido entre el cadmio y el zinc en cuanto a su comportamiento químico es también una de las principales razones de que la minería de este último pueda dar lugar a la contaminación por el primero. De hecho, el cadmio no fue descubierto hasta 1817 porque siempre se encuentra tan asociado al zinc que los científicos tardaron mucho tiempo en darse cuenta de que los minerales de este metal contenían también un elemento diferente.

Los primeros casos de intoxicación en la prefectura de Toyama aparecieron hacia 1912, sin que llegase a conocerse la causa. El dolor que sufrían los afectados llegaba a ser incapacitante, como demuestra el hecho de que a la enfermedad se la bautizase como «itai-itai» (algo así como «¡ay, ay!).  Afectaba principalmente a mujeres, pero hasta finales de la Segunda Guerra Mundial no comenzaron las pruebas médicas para determinar la causa de la enfermedad. En 1955 comenzó a sospecharse del cadmio y seis años más tarde se concluyó que una explotación minera gestionada por la empresa Mitsui Mining and Smelting era la principal responsable de la contaminación. Las subsiguientes acciones legales desembocaron en indemnizaciones para las víctimas, que llegaron a contarse por cientos. La mala noticia es que el proyecto de limpieza de las áreas contaminadas finalizó en 2012 después de haber costado una auténtica fortuna. La buena, que desde 1946 no se ha producido ningún nuevo caso de itai-itai, lo cual no es solo un alivio, sino que demuestra lo importante que es el control de las autoridades sobre una industria que, muchas veces, primero dispara y luego pregunta.

En cuanto a la minería del zinc y del cadmio, hoy en día está mucho más controlada en cualquier parte del mundo, a pesar de lo cual la OMS sigue incluyendo a este último en el “top10” de asesinos sigilosos. No vaya a ser que alguien, en algún lugar del planeta, vuelva a gritar desconsoladamente «itai-itai».

¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

sábado, 16 de septiembre de 2017

Bulos, copias de recetas y ¿baterías eléctricas?


Estátua de Agastya (izda.), sabio al que se atribuye el Agastya Samhita
 
 

Bulos, copias de recetas y ¿baterías eléctricas?

 
 
La cantidad de bulos que circulan por internet como si se tratase de verdades incuestionables es abrumadora, y quizá una de las áreas donde más se deja notar este hecho es en esa pseudociencia que algunos llaman "arqueología fantástica".
 
¿Y eso en qué consiste? Pues en inventarse supuestas anomalías históricas que apuntarían a qué nuestros antepasados desarrollaron o recibieron de fuentes desconocidas tecnologías extrañamente modernas. Y todo ello con vistas a ilustrar que en el pasado de nuestro planeta habría habido civilizaciones pérdidas o visitas extraterrestres que la ciencia "oficial" se empeña en negar.
 
El modus operandi habitual de los que difunden estás cosas siempre es el mismo: se busca un indicio supuestamente difícil de explicar, se le saca de contexto, se monta una historia sugestiva y se repite una y otra vez, en la mayoría de los casos simplemente copiando lo que ha dicho algún otro autor. Y, por supuesto, rara vez se comprueban los hechos y se ignoran olímpicamente las pruebas que desacreditan el bulo.
 
Uno de los casos más flagrantes de un documento completamente falso, pero cuyo texto se repite sistemáticamente en muchos de los libros y páginas web del ramo, es el de la supuesta receta para fabricar baterías eléctricas que se encontraría en un antiquísimo documento de la India, el Agastya Samhita. La traducción del pretendido texto en sánscrito que circula por internet reza como sigue:
 
"Colocar una plancha de cobre, bien limpia, en una vasija de barro, cubrirla con sulfato de cobre y, luego, con serrín húmedo. Después de esto, poner una capa de mercurio amalgamado con cinc, encima del serrín húmedo, para evitar la polarización. El contacto producirá una energía conocida por el nombre de Mitra-Varuna. El agua se escindirá por la acción de esta corriente en Pranavayu y Undanavayu. Se dice que una cadena de cien vasijas de este tipo proporcionan una fuerza muy activa y eficaz"
 
Esta traducción u otras muy similares son las que aparecen en casi todas partes, aunque la mayoría de los "copistas" (que simplemente se plagian los unos a los otros) se olvidan de mencionar que el texto procede de un famoso libro escrito en 1971 por Andrew Thomas, We are not the first. En su libro, Thomas asegura que personalmente oyó hablar de que este antiguo documento estaba guardado en la "Biblioteca de los principes indios" en Ujjain, e identifica Mitra-varuna con "cátodo-ánodo" y Pranavayu y Undanavayu con hidrógeno y oxígeno, respectivamente.
 
¿Impresionante, verdad? Sin embargo, los términos claramente "modernos" del texto (polarización, por ejemplo) y el hecho de que el autor "oyese hablar" de un documento, ya dan una pista acerca de que el asunto resulta de lo más sospechoso. Una impresión que se refuerza cuando nos encontramos con una versión muy anterior de la traducción al inglés, en este caso de 1927, atribuida al químico Vaman R. Kokatnur, con un texto idéntico en casi todo, excepto en que en vez de las palabras Pranavayu y Undanavayu se mencionan los gases "vital" y "up-faced", que más o menos son la traducción al inglés de las dos anteriores.
 
Pero Kokatnur, un aficionado al sánscrito empeñado en demostrar que la alquimia la habían inventado los hindúes en lugar de los egipcios, aseguraba haber encontrado el texto en un manuscrito de 1550 que habría sido descubierto en "la librería de un principe hindu en 1924, en Ujjain, India", una variante de lo que se dice en We are not the first.
 
Por tanto, todo parece indicar que lo descrito por Thomas no es sino una copia algo modificada de las declaraciones de Kokatnur. Pero, buceando un poco más, resulta que estas no son una traducción, sino otra copia modificada de la interpretación, llevada a cabo en 1923 por parte del escritor Shri Parashuram Hari Thatte (un creyente en los platillos volantes en la antigüedad) de la copia de la copia (si, dos veces) manuscrita de un supuesto poema del Agastya Samhita encontrado en Ujjain. De modo que, en caso de ser cierta la historia, hablamos de la interpretación de un poema cuyo original no ha visto nadie.
 
Quizá por eso, y aunque hay un buen número de textos de carácter místico-religioso diferentes bautizados bajo el nombre de Agastya Samhita, no existe ninguno cuya traducción moderna se parezca ni remotamente a lo dicho, por no mencionar que todos ellos son del periodo medieval, y no de hace miles de años, como en muchos sitios se asegura.
 
Y es que no hay más que investigar un poco en serio para cargarse este tipo de bulos.
 
¡Hasta pronto!

sábado, 1 de julio de 2017

El caso del "satélite alienígena"

El objeto visto desde el "Endeavour"


El caso del "satélite alienígena"



Internet está literalmente plagado de bulos sobre alienígenas que en su mayoría, como no podía ser de otra manera, son absolutamente infumables. Algunos, sin embargo, se han ido construyendo a lo largo de los años, a partir de un puñado de hechos aparentemente inquietantes obtenidos de aquí y de allá, hasta llegar a elevarse a la categoría de mitos de la ufología. Dentro de este grupo de élite se encuentran casos como el incidente de Roswell, la abducción del matrimonio Hill o el mito del Caballero Negro. De acuerdo con este último, habría un supuesto satélite alienígena, apodado como el Black Knight, que llevaría orbitando alrededor de nuestro planeta la friolera de 13.000 años.
Como en tantos otros casos, la leyenda urbana del Black Knight tiene su origen en una especulación muy poco rigurosa, en este caso la del astrónomo aficionado escocés Duncan Lunan, quien en 1973 afirmó (aunque luego reconoció su error) que unos ecos de radio detectados en 1928 por el también radioaficionado noruego Jorgen Hals podían deberse a la presencia de una antigua sonda de naturaleza extraterrestre situada en la constelación de Bootes, a unos 210 años luz de la Tierra. Algunos ufólogos pronto relacionaron estos ecos con los experimentos de radio de Nicola Tesla, quien a finales del siglo XIX interpretó algunas señales seguramente procedentes de fuentes naturales como si fuesen obra de una civilización alienígena.
Con el tiempo, a las supuestas «pruebas» radiofónicas se les fue añadiendo un batiburrillo de hechos que en realidad no solo no tienen nada de extraño, sino que tampoco tienen ninguna conexión entre sí, a pesar de lo cual han ido convirtiendo al Caballero Negro en una de las leyendas sobre ovnis más conocidas del planeta. Entre las «evidencias» presentadas, se cuentan las declaraciones sensacionalistas del ufólogo Donald Keyhoe, quien en 1954 habría afirmado que la Fuerza Aérea estadounidense había detectado dos satélites en órbita en una época en la que nuestra especie todavía no había enviado ninguno, o un artículo de 1960 de la revista Time informando de que la armada norteamericana había localizado en una órbita polar un enigmático objeto oscuro del que se sospechaba que podía tratarse de un satélite espía. Hay que incluir también en la lista de supuestos hechos intrigantes a un supuesto ovni que habría sido avistado en 1963 por el astronauta Gordon Cooper desde el Mercury 9 y, por encima de todo, a las famosas imágenes tomadas en 1988 por el transbordador espacial Endeavour, que mientras llevaba equipamiento hasta la Estación Espacial Internacional llegó a fotografiar y filmar un extraño objeto de color negro cuya naturaleza era claramente artificial.
El problema de esta supuesta colección de pruebas es que ninguna de ellas es real. Dejando al margen las emisiones de radio, que con toda seguridad se debían a causas naturales, las afirmaciones de Keyhoe fueron desmentidas, el satélite de 1960 no era otro que los restos del Discoverer VIII, un artefacto parte de un programa secreto de los americanos que se había extraviado tras su lanzamiento, y el supuesto avistamiento de Cooper nunca tuvo lugar. En cuanto al misterioso objeto detectado por el transbordador durante la misión STS-88, resultó ser una cubierta térmica que se había desprendido de la nave durante unas operaciones, y que poco después quedó desintegrada al entrar en contacto con la atmósfera terrestre.
¿Por qué una historia construida de forma tan inconsistente y cuyos supuestas pruebas han sido refutadas hace tiempo continúa dando que hablar a los ufólogos y a muchos aficionados al fenómeno ovni? Porque siempre queda el recurso de echar mano a la teoría de la conspiración de turno, afirmando que la NASA y el ejército norteamericano han ocultado las evidencias que respaldan la existencia real del Caballero Negro, que no sería otra cosa que un artefacto alienígena colocado en órbita por visitantes del espacio hace miles de años con el objeto de vigilarnos y hacer un seguimiento de nuestra civilización.
Una propuesta tan atractiva, no tiene más remedio que dar lugar a un gran número de creyentes y seguidores pues, ¿a quien le interesa una verdad prosaica cuando se puede vender una mucho más sugestiva, ya sea mediante libros y revistas o a través de internet?
¡Hasta pronto!

Nota- Este artículo es una adaptación del texto que aparece en "Los vikingos de Marte, y otras historias sobre la búsqueda de vida extraterrestre", obra del autor.

domingo, 18 de junio de 2017

Solitarios, serpientes y trineos: los sueños más geniales de la historia

Esquema de la molécula de benceno
 

Solitarios, serpientes y trineos: los sueños más geniales de la historia


De entre todos los golpes de genio que jalonan la historia de la ciencia, quizá la categoría más extraña sea la de aquellos científicos que han dado con la clave de un enigma mientras se echaban en los brazos de Morfeo.
 
Tal vez el más conocido de estos incidentes oníricos sea el de Dmitri Mendeléyev, un apóstata de la teoría atómica que tenía un gran conocimiento de los elementos químicos pero que se encontraba desesperado intentando ordenarlos. Según él, el 14 de febrero de 1869, después de desayunar, decidió retrasar un viaje y se entregó al curioso juego de escribir sobre tarjetas el nombre de todos ellos, junto con sus principales propiedades, para a continuación hacer un solitario. Así, reflexionando sobre por qué algunos grupos de elementos parecían desplegarse como los palos de la baraja, el genio ruso se durmió. Más tarde escribiría:
 
Durante un sueño, vi una tabla en la que todos los elementos encajaban en su lugar. Al despertar, tomé nota de todo en un papel”.
 
Lo que Mendeléyev había intuido durante su corto descanso era que las propiedades de los elementos ordenados por su peso atómico se repetían con una determinada regularidad, lo que permitía ordenarlos en una tabla constituida por filas (“períodos”) y columnas (“grupos”). Por eso, bautizó su hallazgo como “tabla periódica”, ese instrumento que revolucionó la química de finales del siglo XIX, dotándola de la potencia y el alcance que tiene en la actualidad.
 
El segundo caso, casi tan célebre como el primero,es el que tuvo como protagonista al químico alemán August Kekulé, una especie de “soñador reincidente” que hacia 1860 ya se había hecho famoso por haber intuido la forma en la que los átomos de carbono se enlazan con los de hidrógeno dentro de las moléculas orgánicas. Cuenta la leyenda que, durante su estancia en Londres, Kekulé se quedó dormido en el carruaje que lo llevaba a la pensión en la que vivía. Entonces, y siempre según él, “los átomos retozaron delante de mis ojos”, lo que le permitió más tarde desarrollar una teoría para la estructura de las moléculas. Pero ahí no terminaron los sueños del alemán. Años después, mientras sus colegas se hallaban desconcertados ante la molécula de benceno, un compuesto formado por 6 átomos de carbono y otros 6 de hidrógeno cuya estructura era un misterio que no había forma de desentrañar, el químico alemán se quedó dormido en su sillón, cerca de la chimenea. De pronto,
 
“…largas hileras, a veces muy bien encajadas, se emparejaban y retorcían en un movimiento parecido a una serpiente. Pero ¡mira! ¿Qué era eso? Una de las serpientes se había unido a su propia cola y la forma giraba con sorna ante mis ojos. Como invadido por un destello de iluminación me desperté…”.
 
Kekulé se despertó y describió el benceno como una molécula en forma de hexágono, con los átomos de hidrógeno unidos a los vértices. En lo que posiblemente se tratase de la intuición más importante de toda la historia de esta rama de la ciencia, el avezado soñador se había topado con una química completamente nueva, la de los anillos de átomos de carbono. Con el tiempo, a su célebre sueño se le atribuyeron connotaciones sexuales, muy al estilo de Freud, pues por aquel entonces se encontraba físicamente alejado de su mujer, a la que veía con poca frecuencia. Estuviese inspirado por ella (en forma de serpiente) o no, lo cierto es que el sueño de August ha quedado inmortalizado para siempre.
 
Aunque las visiones de Mendeléyev y Kekulé son ciertamente las más famosas, existen muchos otros ejemplos de científicos e inventores de los que se dice (o dijeron ellos mismos) que alcanzaron algunos de sus mayores logros en sueños. Entre ellos se encuentran Niels Bohr, cuyo modelo atómico habría sido fruto de un sueño en el que el gran científico se encontraba sentado en el Sol, viendo como los planetas se movían alrededor, y Albert Einstein, cuyo interés por la luz se habría despertado por causa de un sueño de su adolescencia, en el que descendía en un trineo por una pendiente pronunciada en la que llegaba a alcanzar dicha velocidad.
 
Sean del todo ciertos o no, puede que estos casos pongan de manifiesto una extraña capacidad de nuestra mente, la de tratar un problema intrincado en un contexto onírico y surrealista que le permite cristalizar la auténtica, y a veces revolucionaria, solución.
 
¡Hasta pronto!


viernes, 26 de mayo de 2017

El apóstata de la Era Atómica y el arma del "juicio final"

 

Imagen de explosión nuclear

El apóstata de la Era Atómica y el arma "del juicio final"

Leó Szilárd fue uno de esos personajes fabulosos que protagonizó entre bambalinas algunos de los acontecimientos más importantes de la primera mitad del siglo XX. Nacido en Budapest, una de las joyas de la corona del Imperio austro-húngaro, se dice que durante toda su vida fue capaz de anticipar los grandes eventos históricos. Así, cuenta la leyenda que predijo tanto el comienzo de la Primera Guerra Mundial como el advenimiento del partido nazi y el estallido de la Segunda, un conflicto en el que desempeñó un papel tan crucial como el que llevó a cabo en el amanecer de la Era Atómica.
Szilárd, un tipo bastante excéntrico que se pasó casi toda su existencia residiendo en habitaciones de hotel, fue posiblemente el primer científico que se planteó en serio la posibilidad de construir una bomba atómica, al parecer ideando la reacción nuclear en cadena mientras paseaba por un barrio de Londres, el lugar al que se había exiliado en 1933 huyendo del gobierno de Hitler. Unos años más tarde emigró a los Estados Unidos y se hizo famoso al conseguir convencer al pacífico Albert Einstein para que enviase una carta al presidente Roosevelt alertándole del peligro de que la Alemania nazi se hiciese con las armas atómicas, algo que constituyó el acta de fundación del célebre Proyecto Manhattan. Una vez en Chicago, el inquieto y genial húngaro se unió al equipo que, liderado por Enrico Fermi, consiguió en diciembre de 1942 llevar a cabo la primera reacción en cadena realmente sostenida de la historia, en un reactor alimentado con una mezcla de uranio y óxido de uranio que utilizaba grafito como moderador de neutrones.
Pero una vez construida la bomba, Szilárd nunca creyó que llegase a ser utilizada, pues tal era el horror que le producía. Pensaba que los aliados la utilizarían únicamente como elemento de disuasión para forzar a las potencias del Eje a rendirse. Por eso, nunca le perdonó a los militares ni al presidente Truman la decisión de lanzarla sobre los japoneses en Hiroshima y Nagasaki, a pesar de sus fuertes alegatos en contra. Amargado, el hombre que poseía junto a Fermi la patente del reactor nuclear decidió pasarse a la biología molecular y, ya convertido en un acérrimo adversario de las armas nucleares, en 1950 especuló durante un programa de radio con la posibilidad de que un arsenal de bombas atómicas recubiertas de cobalto pudiese llegar a exterminar por completo a la raza humana.

Sucede que una variedad radiactiva sintética de dicho elemento, el isótopo cobalto-60, tiene una vida media de más de cinco años y en su desintegración emite dos rayos gamma de extrema intensidad, de modo que un solo gramo de esta sustancia es capaz de aniquilar a su alrededor a todo bicho viviente. Las armas atómicas en funcionamiento son terriblemente destructivas, pero los efectos de su radiación son de corto plazo, por lo que el área donde han explotado se vuelve segura en relativamente poco tiempo. Sin embargo, unas armas recubiertas con una capa de cobalto-59 metálico, al detonar liberarían cobalto-60 como consecuencia del bombardeo de neutrones, y éste, al tener una vida media de 5,27 años, contaminaría peligrosamente el ambiente durante décadas.

Szilárd solo intentaba avisar de que la tecnología nuclear podría llegar a un punto de no retorno pero, para su consternación, el gobierno norteamericano se tomó su charla en serio y llegó a experimentar con este tipo de malévolas «bombas sucias». En una ocasión, se calculó que unas 500 toneladas de cobalto radiactivo serían suficientes para esterilizar toda la vida sobre el planeta. Szilárd falleció en 1962 angustiado ante la perspectiva de una guerra nuclear de proporciones apocalípticas pero, por fortuna, en esta ocasión su predicción no se cumplió. De momento, las bombas de cobalto solo han aparecido en obras de ficción, incluyendo la famosa película de 1964 ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr.Strangelove, en la versión original), en la que supuestamente los rusos han desarrollado un dispositivo de represalia denominado “la máquina del juicio final”. Por suerte para nuestra especie, nunca se ha fabricado un arma nuclear con el mortífero isótopo, y es probable que la sensatez de los gobernantes impida que se fabrique jamás.
Así que, al menos de momento, hemos optado por otro tipo de "bomba de cobalto", esa que llevamos décadas utilizando para machacar el cáncer desde las unidades de radioterapia de los hospitales. Sin duda un alivio póstumo para el bueno de Slizárd, el héroe de la Era Atómica que se convirtió en un apóstata de su propia creación.
¡Hasta pronto!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

sábado, 6 de mayo de 2017

El bólido fantasma de Tunguska

El bosque de Tunguska después de la explosión del bólido
 

EL BÓLIDO FANTASMA DE TUNGUSKA

 
La llegada de un meteorito a la Tierra no es para nada un suceso extraordinario. De hecho, se calcula que a diario caen cerca de cien mil, aunque casi todos tienen el tamaño de un grano de arena. Hubo un tiempo, en los albores del Sistema Solar, en que enjambres de enormes meteoritos bombardeaban de forma inmisericorde la superficie de nuestro planeta, y existen evidencias de que un gigantesco impacto a finales del Cretácico pudo acabar con los dinosaurios. Sin embargo, en las crónicas del período histórico no se encuentran referencias a que los humanos hayan tenido que enfrentarse a nada ni remotamente semejante, al menos hasta el 30 de junio de 1908, un día en el que tuvo lugar en la estepa siberiana un suceso que ha llegado a convertirse casi en una leyenda. En parte porque algunos han visto en ello mucho más que un fenómeno natural.
 
Esa mañana, un descomunal bólido celeste de un tamaño de decenas de metros de diámetro- se habla de unos cuarenta- se estrelló cerca del rio Tunguska, en Siberia, provocando una explosión que arrasó más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque, en lo que fue el impacto más potente registrado hasta la fecha de un objeto procedente del espacio. Como si se tratase de una sucursal del infierno, ochenta millones de árboles fueron derribados en círculos concéntricos, dejando en el paisaje boreal un agujero descomunal. El estallido fue tan brutal que llegó a ser detectado por todos los sismógrafos de Europa y de Asia, y la difusión de la luz generada por los restos de la explosión en la atmósfera provocó que tanto en Europa como en Norteamérica las noches fuesen tan luminosas que la gente podía hasta leer el periódico por la calle. Por fortuna, la zona donde se produjo el suceso estaba prácticamente deshabitada, por lo que no llegó a provocar víctimas mortales, al menos que se sepa.
 
Como era de esperar, en un principio el suceso fue interpretado como el impacto de un gran meteorito, quedando olvidado durante años dada la falta de víctimas y el poco interés del zar por los asuntos de Siberia, pero a partir de los años veinte se sucedieron expediciones que pusieron de manifiesto la ausencia de cráteres de gran tamaño, lo cual apuntaba a que el objeto estalló antes de alcanzar el suelo, algo habitual en el caso de cometas o de grandes meteoritos. Las discusiones se centraban en si se trataba de lo primero o de lo segundo, cuando la explosión de la bomba de Hiroshima desató las especulaciones acerca de la posibilidad de que el suceso de Tunguska hubiese podido ser consecuencia de algún tipo de evento atómico de origen natural. De ahí a pensar que fue artificial tan solo hay un paso, uno que recorrió el escritor de ciencia ficción y ufólogo ruso Alexander Kazantsev, quien propuso en un cuento escrito en 1946 que lo que se había estrellado era una nave extraterrestre fuera de control cuyo reactor nuclear habría hecho explosión.
 
A partir de ese momento, y durante los últimos setenta años, no hay ufólogo que se precie que no hable de este asunto. La realidad, sin embargo, es que no hay ningún indicio de que se haya producido en la zona una explosión nuclear, ya que los niveles de radiactividad allí siempre han sido normales. Por otra parte, los análisis llevados a cabo hasta la fecha han mostrado proporciones de metales y de isótopos que avalan el que se trató de un objeto natural de origen extraterrestre, existiendo evidencias circunstanciales que apuntan a que el responsable pudo ser el fragmento de un cometa. Otras posibilidades exóticas, tales como la intervención de antimateria, han sido también descartadas por ser inverosímiles.
 
La violencia del estallido, que se calcula liberó una energía equivalente a casi doscientas bombas como la de Hiroshima, se debió al hecho de que el bólido entró en la atmósfera terrestre a la friolera de casi cuarenta mil kilómetros por hora (literalmente como un cohete) y a que seguramente pesaba más de cien mil toneladas. Cuando el aire a su alrededor se calentó hasta cerca de los 25.000 grados, la combinación de la infernal temperatura con la presión que soportaba hizo que el pequeño asteroide estallase a unos ocho mil quinientos metros de altitud, aniquilando cualquier cosa que encontrase por medio. Si hubiese caído sobre una gran ciudad, habría exterminado a millones de personas. Aunque se calcula que un meteorito así puede tardar en volver a caer varios siglos, los astrónomos escrutan el firmamento por si las moscas. No vaya a ser que el siguiente sea como aquel con el que se encontraron los dinosaurios.
 
¡Hasta pronto!
 
Nota- Esta entrada es una ampliación de un fragmento del libro "Los vikingos de Marte y otras historias científicas sobre la búsqueda de vida extraterrestre" publicado por los autores del blog.

sábado, 15 de abril de 2017

Göring, la "selección inversa" y el retorno de los uros


Grabado decimonónico que muestra el aspecto del uro
 

Göring, la "selección inversa" y el retorno de los uros


Dicen que la realidad supera la ficción, y aunque esa aseveración se haya utilizado a veces alegremente, en pocas ocasiones lo ha sido de forma tan acertada como a la hora de describir las actividades de unos oscuros científicos alemanes con vistas a resucitar el uro, el antiguo y casi mítico bóvido salvaje que hace miles de años llenaba los bosques europeos y que el mismísimo Julio César describió como «no mucho más pequeño que un elefante, extraordinario en tamaño y fuerza, que no temía al hombre ni a bestia alguna». Un animal extinto a partir del siglo XVII, antepasado de todas las razas de bovinos que pululan por los campos de Europa y que, involuntariamente, protagonizaría una de la historias más extrañas de la Segunda Guerra Mundial.
 
Los hermanos Lutz y Heinz Heck, que eran hijos del que fuera prestigioso director del zoo de Berlín, se habían sentido fascinados desde pequeños por las historias de los viejos guerreros germanos, altos y de cabelleras rubias, quienes al estilo del mítico Sigfrido se habían enfrentado a aquellas legendarias bestias en el interior de los impenetrables bosques de la Alemania primitiva. Tras estudiar y convertirse en competentes zoólogos por derecho propio, en la década de los veinte los hermanos concibieron la posibilidad de recrear a los perdidos animales utilizando la ciencia moderna. Para ello, idearon un programa de «selección inversa», en el que cruzarían ejemplares que mostrasen alguna de las características de los enormes y agresivos bóvidos con vistas a terminar por reproducir la especie.
 
Decididos a resucitar el uro, los intrépidos hermanos recorrieron Europa desde Escocia hasta Cerdeña recolectando ejemplares de distinta razas, incluyendo por supuesto al toro de lidia, para a continuación poner en marcha su programa y llegar a obtener de esta manera una raza nueva, hoy conocida como «bovino de Heck», que recordaba en muchos aspectos al extinto animal, a pesar de ser mucho más pequeño, con los cuernos más cortos y menos agresivo. Animados por lo que ellos consideraban un completo éxito, los Heck ampliaron su catálogo intentando recrear al tarpan, un antiguo caballo de los tiempos ancestrales. Así, cuando los nazis llegaron al poder en 1933, se encontraron con una serie de experimentos biológicos que encajaban de forma espléndida en su propio sueño de recrear la pureza del mundo germánico, apoyando de forma entusiasta los esfuerzos de los dos hermanos, uno de los cuales, Lutz, se convirtió en un nazi convencido que pronto ingresó en las SS. Imbuido de fanatismo, el zoólogo del nacionalsocialismo se hizo íntimo amigo de Hermann Göring, figura prominente del nuevo régimen y amante de la caza y de la vida salvaje. A Göring, Hetz le suministró muchos animales de su zoológico hasta que, hacia 1938, los nuevos «uros» recreados pasaron a corretear por la reserva privada del megalómano comandante de la Luftwaffe.
 
Pero cuando estalló la guerra, Göring vió en el bosque polaco de Bialowieza la posibilidad de recrear los antiguos bosques germanos donde solo los arios de raza pura podrían cazar. Ni corto ni perezoso, hablo con su correligionario, el siniestro Heinrich Himmler, quien en julio de 1941 envió un batallón que arrasó 34 pueblos, deportó a siete mil personas y asesinó a varios cientos más con el único objeto de dejar el lugar despoblado, libre de presencia humana para que los cazadores arios de Göring pudiesen poner en práctica su sueño de perseguir al uro en sus bosques ancestrales. Naturalmente, Hetz suministró los «uros» y otros especímenes que hicieron las delicias de los animales de dos piernas.
 
Pero la historia no acabó mal ni para los Hetz ni para sus engendros. Para cuando Alemania hubo perdido la guerra, el bosque de Bialowieza había caído en poder del Ejército Rojo, el ganado de Lutz había perecido bajo las bombas aliadas y el zoo de Berlín había sido destruido, pero el ex-zoólogo nazi fue absuelto de crímenes de guerra y los ejemplares propiedad de su hermano fueron repartidos por zoológicos y granjas de Europa, donde décadas después sus descendientes siguen siendo objeto de estudio y de explotación turística*. Por desgracia, los bovinos de Heck están lejos de ser auténticos uros, ya que únicamente mediante selección artificial no es posible recuperar todos los genes silenciados o perdidos por el genuino ancestro, pero siguen siendo tan agresivos que requieren una vigilancia especial. Como les pasaba a sus valedores, los nazis.
 
¡Hasta pronto!

*No sin bastante polémica, los bovinos de Heck están siendo recientemente introducidos en reservas naturales de Alemania y los Países Bajos.

viernes, 31 de marzo de 2017

Testículos de mono para la eterna juventud

Grabado que muestra a Voronoff con un mono
 

Testículos de mono para la eterna juventud


La posible existencia de un elixir de la eterna juventud, o de la inmortalidad, es uno de las obsesiones más enraizadas en la memoria de los hombres. Su búsqueda ha llenado muchas páginas de historia, no en vano se remonta a tiempos casi inmemoriales, pues ya en el siglo V a.C. Heródoto contaba la extraña historia de los embajadores persas a los que el rey de Etiopía mostró una fuente en la que se encontraba el secreto de la larga vida. De igual modo, el emperador chino Qín Shǐ Huáng, obsesionado con vivir eternamente, enviaba expediciones hasta los confines de su mundo en busca del mágico elixir, cayendo finalmente envenenado por los remedios a base de mercurio que a tal fin sus médicos le suministraban.
 
En los siglos medievales, los alquimistas creían a pies juntillas en la existencia del elixir, el cual buscaban con tanto ahínco como a la mismísima piedra filosofal, y durante la conquista de América es célebre la leyenda de Ponce de León y sus tribulaciones en búsqueda de una misteriosa fuente de la eterna juventud que, a decir de los indígenas, se encontraba en la isla de Bímini. También es famosa la historia de Elisabeth Báthory, la condesa húngara que, según la tradición, se bañaba en la sangre de jóvenes asesinadas con vistas a recuperar su juventud. Más tarde, tanto a la electricidad como a la radiactividad se les atribuyó la propiedad de poder prolongar la vida, no siendo hasta mediados del siglo XX cuando la obsesión por el viejo elixir pareció decaer un poco.
 
Y decimos a mediados del siglo pasado, porque pocos años antes tuvo lugar uno de los más famosos y descabellados intentos de rejuvenecer los tejidos humanos artificialmente, nada menos que trasplantando láminas de testículo de monos jóvenes a los adinerados clientes que podían permitírselo. El protagonista de semejante extravagancia fue Serge Abrahamovitch Voronoff, un cirujano francés de ascendencia rusa que creía firmemente en el poder de las hormonas para sanar a los ancianos y prolongar su existencia. Voronoff era un ferviente seguidor de Charles-Édouard Brown-Séquard, uno de los primeros fisiólogos en estudiar las hormonas que había llegado a inyectarse a si mismo un extracto de testículo de cobayas y perros con vistas a rejuvenecer.
 
Durante una larga estancia en Egipto, el cirujano francés había llegado a la conclusión de que los achaques de los eunucos se debían básicamente a que habían sido castrados, de modo que a su regreso a Europa el intrépido Serge había comenzado sus propias pruebas en animales. Una vez se hubo convencido de la utilidad de su técnica, intentó trasplantar a sus primeros clientes testículos de jóvenes criminales ejecutados, pero al aumentar la demanda se pasó a los monos, llegando a montar una granja para criarlos en plena Riviera italiana. Por extraño que pueda parecer, cosechó un éxito más que significativo, hasta el punto de que hacia 1930 había llevado a cabo semejante trasplante a varios miles de hombres, muchos de los cuales declaraban sentirse más jóvenes y vigorosos. Entre sus clientes más renombrados y satisfechos se encontraban el poeta y premio Nobel de literatura William Butler Yates y el mismísimo Sigmund Freud. Entre operación y operación, Voronoff mostraba orgulloso las fotografías de caballeros de edad avanzada que supuestamente habían recuperado el vigor de su antigua juventud.
 
No obstante, la cosa no terminó bien para el heterodoxo galeno. Aunque al principio convenció a muchos de sus colegas, que incluso llegaron a aplaudirle y aclamarle en público, con el tiempo todo el estamento científico le dio la espalda, acusándole de que sus prácticas carecían de fundamento y que la única mejoría de sus clientes, si es que la había, se debía como de costumbre al efecto placebo. De hecho, la única consecuencia razonable de los injertos no era otra que la inflamación de los testículos producida por el rechazo de las “láminas de mono” por parte del sistema inmunitario. Hacia el final de su vida, Voronoff tuvo la esperanza de que la recién descubierta testosterona pudiese apoyar de algún modo sus postulados, pero pronto quedó muy claro que la hormona masculina por excelencia no servía para prolongar la vida, y los extraños experimentos del excéntrico cirujano cayeron para siempre en el olvido.
 
No sin que antes el bueno de Voronoff intentase, entre otras lindezas, trasplantar ovarios de mujeres a hembras de mono con objeto de intentar fecundarlas con esperma de varón humano.
 
¡Hasta pronto!