viernes, 26 de mayo de 2017

El apóstata de la Era Atómica y el arma del "juicio final"

 

Imagen de explosión nuclear

El apóstata de la Era Atómica y el arma "del juicio final"

Leó Szilárd fue uno de esos personajes fabulosos que protagonizó entre bambalinas algunos de los acontecimientos más importantes de la primera mitad del siglo XX. Nacido en Budapest, una de las joyas de la corona del Imperio austro-húngaro, se dice que durante toda su vida fue capaz de anticipar los grandes eventos históricos. Así, cuenta la leyenda que predijo tanto el comienzo de la Primera Guerra Mundial como el advenimiento del partido nazi y el estallido de la Segunda, un conflicto en el que desempeñó un papel tan crucial como el que llevó a cabo en el amanecer de la Era Atómica.
Szilárd, un tipo bastante excéntrico que se pasó casi toda su existencia residiendo en habitaciones de hotel, fue posiblemente el primer científico que se planteó en serio la posibilidad de construir una bomba atómica, al parecer ideando la reacción nuclear en cadena mientras paseaba por un barrio de Londres, el lugar al que se había exiliado en 1933 huyendo del gobierno de Hitler. Unos años más tarde emigró a los Estados Unidos y se hizo famoso al conseguir convencer al pacífico Albert Einstein para que enviase una carta al presidente Roosevelt alertándole del peligro de que la Alemania nazi se hiciese con las armas atómicas, algo que constituyó el acta de fundación del célebre Proyecto Manhattan. Una vez en Chicago, el inquieto y genial húngaro se unió al equipo que, liderado por Enrico Fermi, consiguió en diciembre de 1942 llevar a cabo la primera reacción en cadena realmente sostenida de la historia, en un reactor alimentado con una mezcla de uranio y óxido de uranio que utilizaba grafito como moderador de neutrones.
Pero una vez construida la bomba, Szilárd nunca creyó que llegase a ser utilizada, pues tal era el horror que le producía. Pensaba que los aliados la utilizarían únicamente como elemento de disuasión para forzar a las potencias del Eje a rendirse. Por eso, nunca le perdonó a los militares ni al presidente Truman la decisión de lanzarla sobre los japoneses en Hiroshima y Nagasaki, a pesar de sus fuertes alegatos en contra. Amargado, el hombre que poseía junto a Fermi la patente del reactor nuclear decidió pasarse a la biología molecular y, ya convertido en un acérrimo adversario de las armas nucleares, en 1950 especuló durante un programa de radio con la posibilidad de que un arsenal de bombas atómicas recubiertas de cobalto pudiese llegar a exterminar por completo a la raza humana.

Sucede que una variedad radiactiva sintética de dicho elemento, el isótopo cobalto-60, tiene una vida media de más de cinco años y en su desintegración emite dos rayos gamma de extrema intensidad, de modo que un solo gramo de esta sustancia es capaz de aniquilar a su alrededor a todo bicho viviente. Las armas atómicas en funcionamiento son terriblemente destructivas, pero los efectos de su radiación son de corto plazo, por lo que el área donde han explotado se vuelve segura en relativamente poco tiempo. Sin embargo, unas armas recubiertas con una capa de cobalto-59 metálico, al detonar liberarían cobalto-60 como consecuencia del bombardeo de neutrones, y éste, al tener una vida media de 5,27 años, contaminaría peligrosamente el ambiente durante décadas.

Szilárd solo intentaba avisar de que la tecnología nuclear podría llegar a un punto de no retorno pero, para su consternación, el gobierno norteamericano se tomó su charla en serio y llegó a experimentar con este tipo de malévolas «bombas sucias». En una ocasión, se calculó que unas 500 toneladas de cobalto radiactivo serían suficientes para esterilizar toda la vida sobre el planeta. Szilárd falleció en 1962 angustiado ante la perspectiva de una guerra nuclear de proporciones apocalípticas pero, por fortuna, en esta ocasión su predicción no se cumplió. De momento, las bombas de cobalto solo han aparecido en obras de ficción, incluyendo la famosa película de 1964 ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (Dr.Strangelove, en la versión original), en la que supuestamente los rusos han desarrollado un dispositivo de represalia denominado “la máquina del juicio final”. Por suerte para nuestra especie, nunca se ha fabricado un arma nuclear con el mortífero isótopo, y es probable que la sensatez de los gobernantes impida que se fabrique jamás.
Así que, al menos de momento, hemos optado por otro tipo de "bomba de cobalto", esa que llevamos décadas utilizando para machacar el cáncer desde las unidades de radioterapia de los hospitales. Sin duda un alivio póstumo para el bueno de Slizárd, el héroe de la Era Atómica que se convirtió en un apóstata de su propia creación.
¡Hasta pronto!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

sábado, 6 de mayo de 2017

El bólido fantasma de Tunguska

El bosque de Tunguska después de la explosión del bólido
 

EL BÓLIDO FANTASMA DE TUNGUSKA

 
La llegada de un meteorito a la Tierra no es para nada un suceso extraordinario. De hecho, se calcula que a diario caen cerca de cien mil, aunque casi todos tienen el tamaño de un grano de arena. Hubo un tiempo, en los albores del Sistema Solar, en que enjambres de enormes meteoritos bombardeaban de forma inmisericorde la superficie de nuestro planeta, y existen evidencias de que un gigantesco impacto a finales del Cretácico pudo acabar con los dinosaurios. Sin embargo, en las crónicas del período histórico no se encuentran referencias a que los humanos hayan tenido que enfrentarse a nada ni remotamente semejante, al menos hasta el 30 de junio de 1908, un día en el que tuvo lugar en la estepa siberiana un suceso que ha llegado a convertirse casi en una leyenda. En parte porque algunos han visto en ello mucho más que un fenómeno natural.
 
Esa mañana, un descomunal bólido celeste de un tamaño de decenas de metros de diámetro- se habla de unos cuarenta- se estrelló cerca del rio Tunguska, en Siberia, provocando una explosión que arrasó más de dos mil kilómetros cuadrados de bosque, en lo que fue el impacto más potente registrado hasta la fecha de un objeto procedente del espacio. Como si se tratase de una sucursal del infierno, ochenta millones de árboles fueron derribados en círculos concéntricos, dejando en el paisaje boreal un agujero descomunal. El estallido fue tan brutal que llegó a ser detectado por todos los sismógrafos de Europa y de Asia, y la difusión de la luz generada por los restos de la explosión en la atmósfera provocó que tanto en Europa como en Norteamérica las noches fuesen tan luminosas que la gente podía hasta leer el periódico por la calle. Por fortuna, la zona donde se produjo el suceso estaba prácticamente deshabitada, por lo que no llegó a provocar víctimas mortales, al menos que se sepa.
 
Como era de esperar, en un principio el suceso fue interpretado como el impacto de un gran meteorito, quedando olvidado durante años dada la falta de víctimas y el poco interés del zar por los asuntos de Siberia, pero a partir de los años veinte se sucedieron expediciones que pusieron de manifiesto la ausencia de cráteres de gran tamaño, lo cual apuntaba a que el objeto estalló antes de alcanzar el suelo, algo habitual en el caso de cometas o de grandes meteoritos. Las discusiones se centraban en si se trataba de lo primero o de lo segundo, cuando la explosión de la bomba de Hiroshima desató las especulaciones acerca de la posibilidad de que el suceso de Tunguska hubiese podido ser consecuencia de algún tipo de evento atómico de origen natural. De ahí a pensar que fue artificial tan solo hay un paso, uno que recorrió el escritor de ciencia ficción y ufólogo ruso Alexander Kazantsev, quien propuso en un cuento escrito en 1946 que lo que se había estrellado era una nave extraterrestre fuera de control cuyo reactor nuclear habría hecho explosión.
 
A partir de ese momento, y durante los últimos setenta años, no hay ufólogo que se precie que no hable de este asunto. La realidad, sin embargo, es que no hay ningún indicio de que se haya producido en la zona una explosión nuclear, ya que los niveles de radiactividad allí siempre han sido normales. Por otra parte, los análisis llevados a cabo hasta la fecha han mostrado proporciones de metales y de isótopos que avalan el que se trató de un objeto natural de origen extraterrestre, existiendo evidencias circunstanciales que apuntan a que el responsable pudo ser el fragmento de un cometa. Otras posibilidades exóticas, tales como la intervención de antimateria, han sido también descartadas por ser inverosímiles.
 
La violencia del estallido, que se calcula liberó una energía equivalente a casi doscientas bombas como la de Hiroshima, se debió al hecho de que el bólido entró en la atmósfera terrestre a la friolera de casi cuarenta mil kilómetros por hora (literalmente como un cohete) y a que seguramente pesaba más de cien mil toneladas. Cuando el aire a su alrededor se calentó hasta cerca de los 25.000 grados, la combinación de la infernal temperatura con la presión que soportaba hizo que el pequeño asteroide estallase a unos ocho mil quinientos metros de altitud, aniquilando cualquier cosa que encontrase por medio. Si hubiese caído sobre una gran ciudad, habría exterminado a millones de personas. Aunque se calcula que un meteorito así puede tardar en volver a caer varios siglos, los astrónomos escrutan el firmamento por si las moscas. No vaya a ser que el siguiente sea como aquel con el que se encontraron los dinosaurios.
 
¡Hasta pronto!
 
Nota- Esta entrada es una ampliación de un fragmento del libro "Los vikingos de Marte y otras historias científicas sobre la búsqueda de vida extraterrestre" publicado por los autores del blog.