miércoles, 22 de junio de 2016

Juanelo Turriano y la leyenda del autómata

Busto de Juanelo Turriano, obra de Berruguete
 

Juanelo Turriano y la leyenda del autómata


En la mágica ciudad de Toledo, yendo desde la plaza del Ayuntamiento hacia la de Zocodover a través del arco de Palacio, el caminante se encuentra con una vía cuyo nombre hace referencia a un extraño episodio del pasado: la calle del “hombre de palo”.
Las primeras noticias de este suceso que se mueve entre las brumas de la leyenda parecen datar de finales del siglo XVI o principios del XVII, cuando empezaron a circular escritos acerca de la presencia de un curioso autómata de madera que recogía limosnas y que supuestamente había estado situado en dicha calle. Como no podría ser de otra manera, existen varias versiones acerca de las características del artefacto, pues si bien algunos lo describen como un muñeco de madera estático, para el cronista Horozco se trataba de un «hombre de palo armado con un escudo en el lado izquierdo y en el brazo derecho una talega, hincado en un madero, y andábase alrededor y en tocando en el escudo volvía y daba con la talega de arena a quien pasaba y le daba». Según él, el autómata servía para conmemorar la vuelta de Inglaterra al catolicismo, mientras que otros cronistas lo consideraban destinado a recaudar fondos para la construcción de un hospital cercano.
Sin embargo, otras versiones menos verosímiles de la historia parecen salidas de la película Ex machina. En estos casos estaríamos hablando de un autómata que recorría las calles pidiendo limosna o comida para su creador y que era capaz hasta de hacer reverencias y emitir sonidos. ¿Y quién habría sido el creador? Nada menos que Giovanni Torriani, más conocido como Juanelo Turriano, relojero de la corte del emperador Carlos V y matemático mayor del rey Felipe II, un Leonardo da Vinci que construía relojes astronómicos (como el famoso cristalino, considerado el mecanismo más preciso de la época), máquinas de diversa índole y, por supuesto, autómatas, aunque estos últimos solían tener más bien el tamaño de pequeñas marionetas.
Como  a tantos inventores que se han movido entre la historia y la leyenda, a Turriano, uno de esos personajes fabulosos que produjo el Renacimiento, se le han atribuido quizá demasiadas cosas, entre ellas el diseño de una ametralladora y de varios artefactos voladores, aunque está fuera de duda que llegó a viajar al Vaticano para participar en la reforma del calendario, que diseñó las campanas del Monasterio del Escorial y que fue el responsable del célebre Artificio, una extraordinaria máquina compuesta de aparatos de madera engranados que conseguía elevar el agua del río Tajo hasta el Alcázar, salvando un desnivel de más de 100 metros y de la que tuvo que fabricar dos ejemplares, una para el ejército y otra para el abastecimiento de la ciudad.
Según la leyenda, es aquí donde está la conexión entre el genio de Cremona y el enigmático autómata, ya que al dejar de funcionar la primera de las dos máquinas el ejército requisó la segunda y ni el rey ni las autoridades locales le pagaron el encargo, arruinando a Turriano y condenándolo a la más absoluta miseria. Es en ese contexto en el que el gran ingeniero renacentista habría construido el “hombre de palo”, con vistas a que recorriese a diario el camino que iba desde su casa hasta el palacio arzobispal para recoger comida y después regresar. Sin embargo, y dada la nueva situación de indigencia del otrora acomodado inventor y relojero, para muchos el célebre autómata no habría sido sino el propio Juanelo, siendo su fama de constructor de marionetas el origen de la curiosa leyenda.
Sea como fuere, se dice que el autómata fue destruido poco antes de la muerte de Turriano en 1585, según algunos por causa de la inquisición, que veía en el artefacto un engendro del averno, y según otros por orden del mismísimo rey, molesto por el continuo recordatorio de haber abandonado a su antiguo protegido en la miseria. En ese sentido, circula una curiosa historia ocultista de acuerdo con la cual el Greco, que era un gran amigo del prodigioso inventor, dejó reflejadas en El entierro del conde de Orgaz las pistas que delatarían a los responsables del triste final del infortunado robot, protagonista de una extraña leyenda urbana que ha sobrevivido a través de los siglos en esa antigua ciudad imperial por cuyas calles uno parece transportarse hacia otra realidad.
¡Hasta pronto!

jueves, 2 de junio de 2016

Cohetes renacentistas en la tierra de los vampiros

Algunos de los diseños de Haas

Cohetes renacentistas en la tierra de los vampiros


 En 1961, el profesor Doru Todericiu, de la Universidad de Bucarest, andaba buceando entre los polvorientos archivos de la ciudad rumana de Sibiu cuando se topó con un voluminoso manuscrito que parecía un compendio de dibujos y datos técnicos relacionados con la artillería. Ante los asombrados ojos del especialista, comenzaron a desfilar todo tipo de maravillosos y temibles artilugios, pero cuando la excitación se tornó en sorpresa fue al comprobar que los diseños mostrados incluían nada menos que la descripción de un cohete por etapas, lo que tratándose de un documento fechado en el siglo XVI resultaba poco menos que increíble.
Una vez descartado el que se tratase de una falsificación, la pregunta inmediata era quién fue el autor de semejante tratado de balística, cuyos detalles se adelantaban en casi un siglo a la primera descripción hasta entonces conocida de ese tipo de cohetes, que procedía de la Polonia de mediados del siglo XVII. La respuesta sirvió para presentar al mundo la figura de Conrad Rudolf Haas, un extraordinario ingeniero militar que trabajó para el ejército imperial austriaco del sacro emperador romano.
Los orígenes de Haas están envueltos en un cierto aire de misterio, ya que aunque probablemente nació cerca de Viena, no es segura su nacionalidad (tal vez fuese austríaco, pero también pudo ser transilvano de origen germano). Se sabe que era hijo de una familia acomodada, que a pesar del interés del chico por la alquimia intentó que se hiciese médico. Sin embargo, el joven Conrad se decantó por la carrera militar, sirviendo durante décadas en el ejército del emperador Fernando I, hermano de Carlos V.  En 1551, se trasladó a lo que hoy es Sibiu para hacerse cargo del arsenal de la ciudad, convirtiéndolo rápidamente en uno de los centros de tecnología militar de vanguardia más importantes de la época.  Fue allí, trabajando como ingeniero jefe de armamento, donde llevó a cabo muchos experimentos con diversos tipos de misiles y donde se cree que completó el famoso manuscrito.
Escrito en alemán, el impresionante tratado contiene detalles que resultan asombrosos, incluso para el nivel de un gran ingeniero renacentista. Así, sus diseños, centrados en la combinación de las técnicas de los fuegos artificiales con el armamento militar, no solo incluyen los fundamentos de los cohetes de varias fases sino también la descripción de mezclas de carburantes líquidos, de aletas en forma de ala delta y de toberas en forma de campana. La sugerencia de utilizar propelentes basados en compuestos de amonio en lugar de los habituales de salitre fue una genialidad insólita para la época. Sus dibujos de cohetes de varias fases no son en esencia muy distintos del aspecto de un moderno Titán o de un Saturno V, hasta el punto de que puede decirse que Haas se adelantó en cientos de años a las ideas de Robert Goddard, Konstantin Tsiolkovski o Hermann Oberth, por no mencionar más que a algunos de los más destacados pioneros en el campo de la astronáutica.
Algunos de los misiles de Haas fueron utilizados con éxito contra las tropas turcas, por lo que, a pesar de su profesión y de su pasado como oficial de la guardia imperial, el genial ingeniero puede que dudase del futuro de la humanidad en caso de que se siguieran desarrollando armas de semejante potencia. Quizá por eso escribiese, al final de su extraordinario tratado, las siguientes palabras:
«Pero mi consejo es más paz y que no haya guerra, dejando los rifles almacenados, de modo que la bala no se dispare, y la pólvora no se queme ni se moje, para que el príncipe conserve su dinero, y el jefe del arsenal su vida; este es el consejo que da Conrad Haas .»
Por desgracia, no consta que ni el emperador ni los príncipes de la tierra de los vampiros le hiciesen el más mínimo caso.
¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química