viernes, 24 de octubre de 2014


El HMS Invincible, uno de los cruceros de batalla que se hundieron en Jutlandia
 
 

Acetona, biotecnología y el origen legendario del estado de Israel

 

La cordita, o “pólvora sin humo”, es una mezcla de nitrocelulosa, nitroglicerina y vaselina que requiere de una pequeña cantidad de acetona (menos de un 1%) como disolvente.  A principios del siglo XX, el gobierno británico la adoptó como propelente estándar para la munición de sus barcos de guerra, a pesar de que la acetona se obtenía de la madera con un ridículo rendimiento del 1%. Pero, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el suministro de cordita para la Royal Navy adquirió un carácter estratégico y la tradicional escasez de acetona pasó a amenazar seriamente el ritmo de producción del explosivo. Hay incluso una teoría que intenta explicar el desastre que sufrieron los cruceros de batalla británicos durante la Batalla de Jutlandia por el empleo de la vieja cordita MK.I., de alto contenido en nitroglicerina, en lugar de la más moderna y segura variedad M.D. debido a la falta de acetona.
Fue entonces cuando Jaim Weizmann, un brillante judío originario del Imperio ruso que había emigrado a Occidente y trabajaba en el Departamento de Química Orgánica de la Universidad Victoria de Manchester, descubrió, mientras ponía algunas de las bases de la moderna biotecnología intentando encontrar bacterias que transformasen el butanol en almidón, que la bacteria Clostridium acetobutylicum era capaz de obtener acetona a partir de la miel de caña (melaza) con un rendimiento superior al 10%. Weizmann, que más tarde sería conocido como el “padre de la fermentación industrial”, cedió los derechos de la fabricación de acetona al gobierno y fue inmediatamente nombrado director científico de los Laboratorios del Almirantazgo. A partir de entonces, la historia se transforma en leyenda.
Según algunos testimonios de la época, incluyendo las Memorias de guerra publicadas en 1933 por el que fue primer ministro británico, David Lloyd George, Weizmann, que además de un genio de la incipiente biotecnología era un sionista convencido y el principal agente del lobby judío en Inglaterra, solicitó al agradecido gobierno británico su apoyo al establecimiento de un "hogar nacional judío" en lo que entonces era todavía territorio perteneciente al Imperio otomano. Con posterioridad, Weizmann desmintió en su autobiografía que las cosas sucediesen de esta manera, pero lo cierto es que, el 2 de noviembre de 1917, el Secretario del Foreign Office, Arthur James Balfour, firmaba la célebre declaración que lleva su nombre, la primera en la que una potencia mundial se mostró favorable al derecho del pueblo judío a establecerse en la antigua tierra de Israel. La Declaración Balfour, considerada por muchos como el acta de fundación del moderno estado hebreo, está detrás de gran parte de la historia de Oriente Medio en el siglo XX y lo que llevamos del XXI.
Weizmann, quien en 1918 había cofundado la Universidad hebrea de Jerusalén, utilizó la diplomacia durante años para obtener apoyo y financiación en favor de la causa del estado judío, siendo uno de los principales diseñadores de la estrategia sionista. Finalmente, fue elegido en 1949 como el primer presidente de Israel, cargo que desempeñó hasta el día de su muerte, el 9 de noviembre de 1952.
¿Fue la trascendental Declaración Balfour un regalo del gobierno británico a Weizmann por los servicios prestados a la causa británica a través de una bacteria? Tal vez nunca lo sepamos a ciencia cierta. Es obvio que en la posición británica influyeron otros condicionantes geopolíticos, pero no es fácil desdeñar la aportación del hombre que permitió a los ingleses mantener el suministro vital de cordita durante los últimos años de la Gran Guerra. Un hombre cuya trayectoria se convirtió en un mito que combina los albores de la biotecnología con los del moderno Estado de Israel.
¡Hasta la próxima!

viernes, 10 de octubre de 2014

Los premios más divertidos de la ciencia

Rana sometida a levitación magnética. IgNoble de Física en 2000
 

Los premios más divertidos de la ciencia

 

Creados en 1991 por los editores de la revista de humor científico Annals of Improbable Research, los premios Ig Noble pretenden, según reza su página web, “hacer reír a la gente, y luego hacerla pensar”. La denominación de los premios, que no son sino una parodia de los célebres galardones concedidos por la Academia Sueca, es un juego de palabras entre la voz castellana “innoble”  y el apellido de Alfred Nobel. Se conceden cada año a las investigaciones más extravagantes, inútiles o disparatadas que se producen a lo largo y ancho del planeta, aunque la organización se esfuerza en recalcar que en todos los casos se trata de investigaciones serias que utilizan el método científico para llegar a sus conclusiones. Además, y a diferencia de los Premios Nobel, pueden concederse en un número variado de categorías que no tienen por qué coincidir de un año para otro.
 
Es difícil establecer un ranking de las nominaciones que han resultado más divertidas a lo largo de las últimas dos décadas, ya que cada año se nos sorprende con nuevas investigaciones cuyo propósito y contenido parecen poner en duda el que las personas que las llevaron a cabo estuviesen en su sano juicio. En 2012, se concedió el premio de Anatomía a dos investigadores que demostraron que los chimpancés podían reconocerse entre ellos observando fotografías de sus traseros, en 2010 el de Salud Pública a tres norteamericanos que encontraron experimentalmente que los microbios se aferran con preferencia a los científicos que tienen barba y, en 2013, el de Probabilidad a los investigadores anglosajones que demostraron matemáticamente que cuanto más tiempo permanezca una vaca acostada, más pronto se levantará y, además es difícil predecir cuándo volverá a acostarse. Hay trabajos sobre los efectos secundarios de tragarse una espada, sobre si la gente nada más rápido en agua que en sirope o sobre la supuesta comunicación de los arenques a través de pedos. También sobre despertadores que salen corriendo y se esconden para asegurarse de que te despiertas, muñecas hinchables que transmiten la gonorrea o acerca de cuantos ciudadanos de Alabama irán al infierno si no se arrepienten.
 
No obstante, no todos estos “descubrimientos” son auténticos despropósitos. Por ejemplo, el aparentemente estúpido premio de Biología de 2006, concedido a un equipo europeo por demostrar que la hembra del mosquito Anófeles se sentía igualmente atraída por el olor de los pies humanos que por el del queso Limburger, desembocó en una estrategia para combatir la malaria que se está aplicando en África con un éxito notable. Asimismo, no todos los ganadores son perfectos desconocidos. En el año 2000, el físico ruso Andréy Gueim obtuvo el IgNoble de física por hacer levitar una rana en un campo magnético y en 2010 el auténtico Premio Nobel de Física por descubrir el grafeno.
 
En realidad, estos famosos premios esconden una velada crítica al sistema científico actual, que presiona de tal forma a los científicos e instituciones para que publiquen resultados y puedan mantener la financiación que a menudo da como resultado un completo despilfarro de valiosos recursos que podrían ser utilizados en investigaciones mucho más relevantes.
 
Y, para terminar, no podemos olvidar la defensa de la democracia que llevan a gala los organizadores de los premios. Con cierta regularidad, la revista concede un premio IgNoble de la Paz a aquellos gobiernos e instituciones que sacan adelante normativas ridículas destinadas a limitar los derechos de los ciudadanos. Por ejemplo, en 2013 se le concedió uno al presidente de Bielorrusia por ilegalizar los aplausos en público, y a la policía estatal del país por arrestar por aplaudir… ¡a un hombre manco!
 
¡Hasta la semana que viene!