miércoles, 22 de febrero de 2017

Arsénico, por compasión

Arsénico, el peor de los venenos
 

Arsénico, por compasión (*)

 
Una de las sustancias que a lo largo de la historia ha tenido la peor de las famas como veneno es sin duda el arsénico. Los romanos ya lo usaban para tales menesteres y desde hace cincuenta años hay un debate abierto acerca de si Napoleón fue asesinado con él durante su exilio en la isla de Santa Elena. Aunque lo más probable es que el célebre emperador muriese por las complicaciones de una úlcera, la verdad es que se han encontrado niveles elevados de arsénico en algunos cabellos suyos que se han conservado para la posteridad, lo que ha llevado a especular con la posibilidad de que sus carceleros le hubiesen envenenado.
 
En cualquier caso, el arsénico fue muy utilizado como veneno durante toda la época victoriana. El personaje de la novela de Flaubert, Madame Bovary, se suicida con él y un buen número de casos de envenenamiento que en su día fueron célebres pueden achacarse a esta causa. El trióxido de arsénico, conocido en Francia como el «polvo para heredar», era considerado la panacea de los envenenadores, ya que era fácil de echar en la comida o la bebida, no olía a nada y no era posible seguir su rastro en el cuerpo. Por fortuna, en 1836 el químico James Marsh desarrolló el célebre test para detectar arsénico que lleva su nombre, con objeto de desquitarse de la frustración que le produjo el que John Bodle, un asesino que había envenenado a su abuelo con la temible sustancia, se saliese de rositas cuando el jurado no consideró como concluyente el resultado de las pruebas en aquel entonces disponibles. Con su nuevo método, Marsh acabó con el reinado de los «cazadores de herencias» para siempre. En 1840, y por primera vez en la historia, la química forense sirvió para lograr un veredicto de culpabilidad en un juicio por asesinato, al demostrarse mediante el análisis del cadáver y de los restos de comida que una tal Marie Lafarge había utilizado arsénico para matar al bueno de su marido.
 
Siendo así que en el siglo XIX las propiedades tóxicas del arsénico eran tan bien conocidas que sus sales se utilizaban como matarratas y para cobrar por la vía rápida, podría parecer que nadie en su sano juicio lo usaría para hacer pintura, pero nada más lejos de la realidad. El “verde de París” era un pigmento tan hermoso que se utilizó durante décadas para fabricar las mejores pinturas, los más costosos tintes y los más bellos papeles pintados. El mismísimo William Morris, el árbitro de la moda victoriana, abogaba por su uso en detrimento de otros pigmentos, a pesar de que la prensa empezaba a hacerse eco de su toxicidad. En efecto, en los húmedos inviernos del norte el moho convertía el pigmento en arsina (hidruro de arsénico), un gas incoloro que resulta muy efectivo a la hora de matar gente.
 
Como de costumbre, la industria se resistió todo lo posible a abandonar el pigmento hasta que no hubo encontrado un sustituto adecuado, condenando a miles de personas a una grave intoxicación. De hecho, hasta comienzos del siglo XX no empezó a restringirse el libre acceso de la gente al arsénico, un producto que, por extraño que pueda parecer, se utilizaba en un gran número de remedios para combatir enfermedades. Parte de la responsabilidad de esto último la tuvo Paul Ehrlich, el eminente médico alemán que fue el primero en encontrar un agente antimicrobiano eficaz cuando se le ocurrió emplear el arsénico para curar la sífilis, en forma de un medicamento llamado salvarsán. El salvarsán no era tóxico, pero desató la moda de usar muchos compuestos que sí lo eran, hasta que las autoridades sanitarias decidieron acabar con el despropósito.
 
No se sabe a ciencia cierta por qué el arsénico resulta tan tóxico, aunque parece que su metabolización produce moléculas que interfieren con las hormonas y con el ADN. El problema actual es que este elemento se encuentra un poco por todas partes, concentrándose con relativa facilidad en determinados tipos de suelo. En Bangladesh, por ejemplo, más de 70 millones de personas están sometidas a peligro de envenenamiento debido a los elevados niveles de arsénico presentes en las aguas subterráneas y, de hecho, cientos de miles sufren de envenenamiento crónico. La arsenicosis, fruto del consumo de agua contaminada durante años, origina diabetes, cáncer, y graves daños en el hígado y el riñón. La OMS, el Banco Mundial y el gobierno del país asiático llevan décadas buscando soluciones, pero dado el grado de pobreza del país y la dificultad de la tarea es probable que se tarde décadas en resolver el problema.
 
¡Hasta pronto!
 
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viernes, 3 de febrero de 2017

La información "imposible" de Los viajes de Gulliver


Gulliver descubre la isla voladora. Ilustración de J.J.Grandville
 
 

La información "imposible" de Los viajes de Gulliver



A consecuencia de los continuos avances de la astronomía, a mediados del siglo XVIII había mucha gente que creía en la posibilidad real de que existiese vida inteligente en otros lugares del Sistema Solar, y no nos referimos únicamente al gran público sino también a eminencias como Voltaire, Laplace o Kant. El mismísimo William Herschel, el célebre descubridor del planeta Urano, opinaba no solo que existían los selenitas sino que incluso el Sol debía estar habitado, siendo las manchas solares unas «ventanas» en la superficie del Astro Rey que podían permitirnos ver un interior desde donde los seres solares quizá también nos observasen a nosotros.

Es en este contexto en el que comenzaron a publicarse importantes obras de ficción como el Micromegas de Voltaire, en el que se nos cuenta como un gigante exiliado de un planeta que orbita la estrella Sirio y un habitante de Saturno llegan montados en un cometa hasta la Tierra, poniéndose a charlar sobre filosofía y ciencia con un pequeño grupo de sabios. Además, en su pequeño libro el gran escritor francés adjudica al planeta Marte dos satélites que nadie había visto nunca, aunque, en realidad, Voltaire no era el primero en imaginar que el planeta rojo dispusiese de esta compañía, pues ya un cuarto de siglo antes Jonathan Swift había hecho mención a lo mismo en su célebre novela, Los viajes de Gulliver. Lo más probable es, por tanto, que Voltaire simplemente adoptase la idea sugerida por el irlandés.

Ahora bien, como resulta que Fobos (del griego Φóβoς, «miedo») y Deimos (de Δείμος, «terror») son reales pero no serían descubiertos hasta 1877, muchos partidarios de que los extraterrestres nos visitan vienen advirtiendo desde hace décadas de que estamos ante la prueba incontestable de que Swift tuvo que recibir esta información de alguna fuente desconocida, quizá a partir de un contacto directo o bien de un documento perdido que narrase una auténtica visita alienígena a nuestro planeta. Como evidencia adicional, apuntan a que en la obra los habitantes de la isla imaginaria de Laputa proporcionan al protagonista información acerca de la distancia y el período orbital de ambos satélites con respecto al planeta, algo que, aseguran, Swift no habría sido capaz de inventar.

Sin embargo, un sencillo examen de los detalles proporcionados en Los viajes de Gulliver muestra que los aparentemente extraños datos en realidad carecen de precisión. Fobos está situado a 9.377 km de Marte y completa su órbita en 7 horas y 39 minutos, mientras que Deimos se encuentra a 23.459 km y tarda poco más de 30 horas y media. Sin embargo, en la novela se dice que el primero está a 20.000 km del planeta y tarda 10 horas en rodearlo y que el segundo se aleja hasta los 34.000 Km, tardando 21 horas. Por tanto, la disparidad es tan grande que no permite pensar en una información fidedigna, sino más bien en una extraordinaria intuición acompañada de unos datos ideados por el propio autor.

¿Cuál es, por tanto, la explicación del misterio? Sin duda, una bastante menos excitante que la del supuesto contacto alienígena. Como Venus no tiene satélites, la Tierra tiene uno, y en aquella época se pensaba que Júpiter tenía cuatro, Swift habría adjudicado dos a Marte para mantener la progresión. Esta conjetura estaba basada en algunas ideas de Kepler que partían de una teoría relacionada con los sólidos perfectos entroncada, a su vez, con la vieja idea pitagórica de la «música de las esferas». Por otra parte, y como no podían verse con el telescopio, el autor estimó correctamente que ambos satélites debían ser pequeños y encontrarse cerca del planeta, por lo que sus períodos orbitales serían cortos. Por el contrario, las distancias que indicó fueron totalmente especulativas, aunque a partir de ellas probablemente utilizase las ya conocidas leyes de Kepler para calcular el periodo de las órbitas.

Como suele suceder en estos casos, un simple análisis superficial de un pretendido enigma permite descartar de inmediato las hipótesis extravagantes, aunque siempre quedarán personas que sigan pensando que hay algo raro detrás de todo esto. En el caso que nos ocupa, y por extraño que pueda parecer, la imaginación de dos grandes escritores del Siglo de las Luces ha desembocado en pleno siglo XXI en una miríada de páginas en internet en donde se especula con la naturaleza de la misteriosa fuente que habría informado a Swift de los detalles de los satélites de Marte muchas décadas antes de que se descubriesen. Y es que, a fin de cuentas, ¿a quién le interesa una explicación prosaica si tal vez pueda existir otra sensacional?

¡Hasta pronto!