Arsénico, el peor de los venenos
Arsénico, por compasión (*)
Una
de las sustancias que a lo largo de la historia ha tenido la peor de
las famas como veneno es sin duda el arsénico. Los romanos ya lo
usaban para tales menesteres y desde hace cincuenta años hay un
debate abierto acerca de si Napoleón fue asesinado con él durante
su exilio en la isla de Santa Elena. Aunque lo más probable es que
el célebre emperador muriese por las complicaciones de una úlcera,
la verdad es que se han encontrado niveles elevados de arsénico en
algunos cabellos suyos que se han conservado para la posteridad, lo
que ha llevado a especular con la posibilidad de que sus carceleros
le hubiesen envenenado.
En cualquier
caso, el arsénico fue muy utilizado como veneno durante toda la
época victoriana. El personaje de la novela de Flaubert, Madame
Bovary, se suicida con él y un buen número
de casos de envenenamiento que en su día fueron célebres pueden
achacarse a esta causa. El trióxido de arsénico, conocido en
Francia como el «polvo
para heredar»,
era considerado la panacea de los envenenadores, ya que era fácil de
echar en la comida o la bebida, no olía a nada y no era posible
seguir su rastro en el cuerpo. Por fortuna, en 1836 el químico James
Marsh desarrolló el célebre test para detectar arsénico que lleva
su nombre, con objeto de desquitarse de la frustración que le
produjo el que John Bodle, un asesino que había envenenado a su
abuelo con la temible sustancia, se saliese de rositas cuando el
jurado no consideró como concluyente el resultado de las pruebas en
aquel entonces disponibles. Con su nuevo método, Marsh acabó con el
reinado de los «cazadores
de herencias»
para siempre. En 1840, y por primera vez en la historia, la química
forense sirvió para lograr un veredicto de culpabilidad en un juicio
por asesinato, al demostrarse mediante el análisis del cadáver y de
los restos de comida que una tal Marie Lafarge había utilizado
arsénico para matar al bueno de su marido.
Siendo
así que en el siglo XIX las propiedades tóxicas del arsénico eran
tan bien conocidas que sus sales se utilizaban como matarratas y para
cobrar por la vía rápida, podría parecer que nadie en su sano
juicio lo usaría para hacer pintura, pero nada más lejos de la
realidad. El “verde de París” era un pigmento tan hermoso que se utilizó durante décadas para
fabricar las mejores pinturas, los más costosos tintes y los más
bellos papeles pintados. El mismísimo William Morris, el árbitro de
la moda victoriana, abogaba por su uso en detrimento de otros
pigmentos, a pesar de que la prensa empezaba a hacerse eco de su
toxicidad. En efecto, en los húmedos inviernos del norte el moho
convertía el pigmento en arsina (hidruro de arsénico), un gas
incoloro que resulta muy efectivo a la hora de matar gente.
Como
de costumbre, la industria se resistió todo lo posible a abandonar
el pigmento hasta que no hubo encontrado un sustituto adecuado,
condenando a miles de personas a una grave intoxicación. De hecho,
hasta comienzos del siglo XX no empezó a restringirse el libre
acceso de la gente al arsénico, un producto que, por extraño que
pueda parecer, se utilizaba en un gran número de remedios para
combatir enfermedades. Parte de la responsabilidad de esto último la
tuvo Paul Ehrlich, el eminente médico alemán que fue el primero en
encontrar un agente antimicrobiano eficaz cuando se le ocurrió
emplear el arsénico para curar la sífilis, en forma de un
medicamento llamado salvarsán. El salvarsán no era tóxico, pero
desató la moda de usar muchos compuestos que sí lo eran, hasta que
las autoridades sanitarias decidieron acabar con el despropósito.
No se sabe a ciencia cierta por qué
el arsénico resulta tan tóxico, aunque parece que su metabolización
produce moléculas que interfieren con las hormonas y con el ADN. El
problema actual es que este elemento se encuentra un poco por todas
partes, concentrándose con relativa facilidad en determinados tipos
de suelo. En Bangladesh, por ejemplo, más de 70 millones de personas
están sometidas a peligro de envenenamiento debido a los elevados
niveles de arsénico presentes en las aguas subterráneas y, de
hecho, cientos de miles sufren de envenenamiento crónico. La
arsenicosis, fruto del consumo de agua contaminada durante años,
origina diabetes, cáncer, y graves daños en el hígado y el riñón.
La OMS, el Banco Mundial y el gobierno del país asiático llevan
décadas buscando soluciones, pero dado el grado de pobreza del país
y la dificultad de la tarea es probable que se tarde décadas en
resolver el problema.
¡Hasta pronto!
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