viernes, 31 de marzo de 2017

Testículos de mono para la eterna juventud

Grabado que muestra a Voronoff con un mono
 

Testículos de mono para la eterna juventud


La posible existencia de un elixir de la eterna juventud, o de la inmortalidad, es uno de las obsesiones más enraizadas en la memoria de los hombres. Su búsqueda ha llenado muchas páginas de historia, no en vano se remonta a tiempos casi inmemoriales, pues ya en el siglo V a.C. Heródoto contaba la extraña historia de los embajadores persas a los que el rey de Etiopía mostró una fuente en la que se encontraba el secreto de la larga vida. De igual modo, el emperador chino Qín Shǐ Huáng, obsesionado con vivir eternamente, enviaba expediciones hasta los confines de su mundo en busca del mágico elixir, cayendo finalmente envenenado por los remedios a base de mercurio que a tal fin sus médicos le suministraban.
 
En los siglos medievales, los alquimistas creían a pies juntillas en la existencia del elixir, el cual buscaban con tanto ahínco como a la mismísima piedra filosofal, y durante la conquista de América es célebre la leyenda de Ponce de León y sus tribulaciones en búsqueda de una misteriosa fuente de la eterna juventud que, a decir de los indígenas, se encontraba en la isla de Bímini. También es famosa la historia de Elisabeth Báthory, la condesa húngara que, según la tradición, se bañaba en la sangre de jóvenes asesinadas con vistas a recuperar su juventud. Más tarde, tanto a la electricidad como a la radiactividad se les atribuyó la propiedad de poder prolongar la vida, no siendo hasta mediados del siglo XX cuando la obsesión por el viejo elixir pareció decaer un poco.
 
Y decimos a mediados del siglo pasado, porque pocos años antes tuvo lugar uno de los más famosos y descabellados intentos de rejuvenecer los tejidos humanos artificialmente, nada menos que trasplantando láminas de testículo de monos jóvenes a los adinerados clientes que podían permitírselo. El protagonista de semejante extravagancia fue Serge Abrahamovitch Voronoff, un cirujano francés de ascendencia rusa que creía firmemente en el poder de las hormonas para sanar a los ancianos y prolongar su existencia. Voronoff era un ferviente seguidor de Charles-Édouard Brown-Séquard, uno de los primeros fisiólogos en estudiar las hormonas que había llegado a inyectarse a si mismo un extracto de testículo de cobayas y perros con vistas a rejuvenecer.
 
Durante una larga estancia en Egipto, el cirujano francés había llegado a la conclusión de que los achaques de los eunucos se debían básicamente a que habían sido castrados, de modo que a su regreso a Europa el intrépido Serge había comenzado sus propias pruebas en animales. Una vez se hubo convencido de la utilidad de su técnica, intentó trasplantar a sus primeros clientes testículos de jóvenes criminales ejecutados, pero al aumentar la demanda se pasó a los monos, llegando a montar una granja para criarlos en plena Riviera italiana. Por extraño que pueda parecer, cosechó un éxito más que significativo, hasta el punto de que hacia 1930 había llevado a cabo semejante trasplante a varios miles de hombres, muchos de los cuales declaraban sentirse más jóvenes y vigorosos. Entre sus clientes más renombrados y satisfechos se encontraban el poeta y premio Nobel de literatura William Butler Yates y el mismísimo Sigmund Freud. Entre operación y operación, Voronoff mostraba orgulloso las fotografías de caballeros de edad avanzada que supuestamente habían recuperado el vigor de su antigua juventud.
 
No obstante, la cosa no terminó bien para el heterodoxo galeno. Aunque al principio convenció a muchos de sus colegas, que incluso llegaron a aplaudirle y aclamarle en público, con el tiempo todo el estamento científico le dio la espalda, acusándole de que sus prácticas carecían de fundamento y que la única mejoría de sus clientes, si es que la había, se debía como de costumbre al efecto placebo. De hecho, la única consecuencia razonable de los injertos no era otra que la inflamación de los testículos producida por el rechazo de las “láminas de mono” por parte del sistema inmunitario. Hacia el final de su vida, Voronoff tuvo la esperanza de que la recién descubierta testosterona pudiese apoyar de algún modo sus postulados, pero pronto quedó muy claro que la hormona masculina por excelencia no servía para prolongar la vida, y los extraños experimentos del excéntrico cirujano cayeron para siempre en el olvido.
 
No sin que antes el bueno de Voronoff intentase, entre otras lindezas, trasplantar ovarios de mujeres a hembras de mono con objeto de intentar fecundarlas con esperma de varón humano.
 
¡Hasta pronto!

domingo, 12 de marzo de 2017

Armas de pesadilla...para sus dueños

Grabado que representa al Nóvgorod "navegando" como buenamente puede 
 

Armas de pesadilla...para sus dueños


A lo largo del tiempo, el desarrollo de nuevas armas ha protagonizado cambios en el devenir de los conflictos bélicos que han influido profundamente en la historia de la humanidad, contribuyendo como pocas cosas a construir y derribar imperios, a sustentar ideologías y, en definitiva, a transformar la sociedad. La introducción de las armas de hierro, por ejemplo, modificó hace milenios toda la organización política del mundo conocido, la invención del arco largo inglés alteró parte de la historia de la Baja Edad Media y el advenimiento de las armas de fuego está sin duda detrás del fin de la época medieval y del nacimiento del estado moderno.
 
Sin embargo, no siempre la introducción de armamento novedoso ha venido acompañada del éxito, ya que en demasiadas ocasiones las expectativas no se correspondieron con la realidad. Y si no, que se lo digan a las tripulaciones de los bombarderos británicos que sobrevolaban Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, que fueron testigo de como casi la mitad de las nuevas bombas de alta capacidad, apodadas como “blockbusters”, se estrellaban contra el suelo sin llegar a detonar. O a los soldados del ejército de Federico el Grande, cuyos mosquetes -teóricamente de última generación- tenían tanto peso desplazado hacia la boquilla que a menudo los disparos alcanzaban el objetivo por debajo del blanco.
 
Una de las cosas que mas problemas han ocasionado a lo largo de la historia ha sido la tendencia, típica de muchas carreras de armamento, a incrementar el tamaño de las armas hasta el punto de terminar entregando mastodontes sin ningún valor operativo. En este sentido, es muy conocido el caso del Maus, un carro de combate desarrollado por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial que pesaba más de 180 toneladas y del que solo se llegaron a construir dos prototipos, pero la costumbre es muy anterior, tal como atestiguan algunas de las descomunales quinquerremes del periodo helenístico que con frecuencia volcaban o directamente se hundían en el momento de su botadura, debido al enorme peso que desplazaban. El colmo de la fantasía tuvo lugar en el Renacimiento, donde el afán de los comandantes italianos por competir en materia de equipamiento condujo al diseño de máquinas tan extravagantes como el Ribaudo de Antonio della Scala, una especie de ametralladora gigantesca integrada por 144 cañones, de los cuales doce podían dispararse al mismo tiempo. El problema es que resultaba tan pesada que necesitaba cuatro caballos solo para moverla, lo que imposibilitaba su uso en el campo de batalla ya que nunca daba tiempo a colocarla en posición.
 
En otras ocasiones, lo que convertía a las armas en un costoso fiasco no era tanto su tamaño como el diseño, aparentemente revolucionario pero en la práctica completamente absurdo. Quizá el paradigma de ésto fuesen los dos famosos acorazados «circulares» de la flota rusa, el Almirante Popov y el Novgorod, construidos en la década de 1860 con el casco redondo, que resultaban imposibles de gobernar ya que no había forma de que avanzasen en línea recta y que acabaron sus días convertidos en atracción turística. Tampoco los aviones se salvaban de la pesadilla de algunos diseñadores que no parecían estar en sus cabales, como es el caso de los responsables del Royal Aircraft Factory BE.9, un avión británico de la Primera Guerra Mundial al que apodaban «el púlpito» porque el ametrallador se situaba en una especie de púlpito en la nariz del aeroplano, en frente del motor, en una posición en la que durante el vuelo corría el riesgo de ser absorbido y despedazado por este último. Al final de la Segunda Guerra Mundial, los desesperados ingenieros nazis entregaron, junto a verdaderas maravillas de la técnica, algunos engendros incalificables, como el desastroso Sack AS-6, un avión de hélice ¡con las alas circulares!
 
Pero si hablamos de este tipo de objetos, nada más costoso que el célebre VZ-9 Avrocar, el muy secreto platillo volante que la USAAF intentó poner en marcha en la década de los cincuenta del siglo XX y cuyo proyecto se fue al garete después de docenas de ensayos fallidos y millones de dólares en pérdidas, dado que el aparato apenas conseguía despegar y sus problemas de aerodinámica impedían completamente el poder gobernarlo. Algo que los norteamericanos podían haberse ahorrado simplemente recordando la historia de los acorazados redondos del zar.
 
¡Hasta pronto!