Grabado que muestra a Voronoff con un mono
Testículos de mono para la eterna juventud
La
posible existencia de un elixir de la eterna juventud, o de la
inmortalidad, es uno de las obsesiones más enraizadas en la memoria
de los hombres. Su búsqueda ha llenado muchas páginas de historia,
no en vano se remonta a tiempos casi inmemoriales, pues ya en el
siglo V a.C. Heródoto contaba la extraña historia de los
embajadores persas a los que el rey de Etiopía mostró una fuente en
la que se encontraba el secreto de la larga vida. De igual modo, el
emperador chino Qín
Shǐ Huáng, obsesionado
con vivir eternamente, enviaba expediciones hasta los confines de su
mundo en busca del mágico elixir, cayendo finalmente envenenado por
los remedios a base de mercurio que a tal fin sus médicos le
suministraban.
En
los siglos medievales, los alquimistas creían a pies juntillas en la
existencia del elixir, el cual buscaban con tanto ahínco
como a la mismísima piedra filosofal, y durante la conquista de
América es célebre la leyenda de Ponce de León y sus tribulaciones
en búsqueda de una misteriosa fuente de la eterna juventud que, a
decir de los indígenas, se encontraba en la isla de Bímini. También
es famosa la historia de Elisabeth Báthory, la condesa húngara que,
según la tradición, se bañaba en la sangre de jóvenes asesinadas
con vistas a recuperar su juventud. Más
tarde, tanto a la electricidad como a la radiactividad se les
atribuyó la propiedad de poder prolongar la vida, no siendo hasta
mediados del siglo XX cuando la obsesión por el viejo elixir pareció
decaer un poco.
Y
decimos a mediados del siglo pasado, porque pocos años antes tuvo
lugar uno de los más famosos y descabellados intentos de rejuvenecer
los tejidos humanos artificialmente,
nada menos que trasplantando láminas de testículo de monos jóvenes
a los adinerados clientes que podían permitírselo. El protagonista
de semejante extravagancia fue Serge Abrahamovitch Voronoff, un
cirujano francés de ascendencia rusa que creía firmemente en el
poder de las hormonas para sanar a los ancianos y prolongar su
existencia. Voronoff era un ferviente seguidor de Charles-Édouard
Brown-Séquard, uno de los primeros fisiólogos en estudiar las
hormonas que había llegado
a inyectarse
a si mismo un
extracto de testículo de cobayas y perros con
vistas a rejuvenecer.
Durante
una larga estancia en Egipto, el cirujano francés había llegado a
la conclusión de
que los achaques de los eunucos se debían básicamente a que habían
sido
castrados, de
modo que a su regreso a Europa el
intrépido Serge había comenzado sus propias pruebas en animales.
Una vez se hubo convencido de la utilidad de su técnica, intentó
trasplantar a sus primeros clientes testículos de jóvenes
criminales ejecutados, pero al aumentar la demanda se pasó a los
monos, llegando a montar una granja para criarlos en plena Riviera
italiana. Por extraño que pueda parecer, cosechó
un éxito más que significativo, hasta el punto de que hacia 1930
había llevado a cabo semejante trasplante a varios miles de hombres,
muchos de los cuales declaraban sentirse más jóvenes y vigorosos.
Entre sus clientes más renombrados y satisfechos se encontraban el
poeta y premio Nobel de literatura William Butler Yates y el
mismísimo Sigmund Freud. Entre
operación y operación, Voronoff mostraba orgulloso las fotografías
de caballeros de edad avanzada que supuestamente habían recuperado
el vigor de su antigua juventud.
No
obstante, la cosa no terminó bien para el heterodoxo galeno. Aunque
al
principio convenció a muchos de sus colegas, que
incluso llegaron a aplaudirle y aclamarle en público, con el tiempo
todo el estamento científico le dio la espalda, acusándole de que
sus prácticas carecían de fundamento y que la única mejoría de
sus clientes, si es que la había, se debía como de costumbre al
efecto placebo. De hecho, la única consecuencia razonable de los
injertos no era otra que la inflamación de los testículos producida
por el rechazo de las “láminas de mono” por parte del sistema
inmunitario. Hacia
el final de su vida, Voronoff tuvo la esperanza de que la recién
descubierta testosterona pudiese apoyar de algún modo sus
postulados, pero pronto quedó muy claro que la hormona masculina por
excelencia no servía para prolongar la vida, y los extraños
experimentos del excéntrico cirujano cayeron para siempre en el
olvido.
No
sin que antes el bueno de Voronoff intentase, entre otras lindezas,
trasplantar ovarios de mujeres a hembras de mono con objeto de
intentar fecundarlas con esperma de varón humano.
¡Hasta
pronto!
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