El primer emperador según una representación del s XIX
La tumba líquida de Qín Shǐ
Si hay un descubrimiento arqueológico que ha alimentado la imaginación del
gran público ese es, sin duda, el del llamado “ejército de terracota”, una
impresionante colección de más de seis mil estatuas diferentes de guerreros,
caballos y carros de combate que protegían el tránsito al otro mundo de Qín Shǐ
Huáng Dì, el legendario primer emperador de China. Las figuras ocupan una parte
del gigantesco mausoleo de dos kilómetros cuadrados de superficie, que según
las crónicas tardó 38 años en ser construido por cientos de miles de obreros y
en cuyo interior se oculta todavía la tumba con los restos mortales del
emperador.
Sin embargo, y aunque fue localizado desde hace décadas, el gobierno chino
no autoriza todavía a los arqueólogos la entrada al interior del recinto, a
pesar de las inimaginables riquezas que se supone contiene. ¿El motivo? Las
trampas mortales que según los escritos antiguos se encuentran por doquier,
dispuestas a liquidar al primero que se aventure a entrar en la tumba, así como la
presencia en ella de elevados niveles de mercurio, ese tóxico metal líquido con el que
se dice que el emperador ordenó rellenar el cauce de los ríos que atravesaban
un enorme mapa de sus dominios, situado bajo una simulación del cielo nocturno
en el que relucientes piedras preciosas hacían las veces de estrellas.
Qín, que vivió en el siglo tercero antes de nuestra era, fue un gran
militar y estadista, pero también un megalómano donde los hubiera. Tras
derrotar a todos sus rivales, terminando con el llamado “Período de los Reinos
Combatientes”, hacia 221 a.C. unificó un enorme territorio bajo su control y
comenzó a llevar a cabo una serie de obras faraónicas por las que debía ser recordado
para toda la eternidad, incluyendo entre ellas una gigantesca red de
carreteras, la célebre Gran Muralla y el mausoleo. Pero además, y a medida
que envejecía, Qin se obsesionó con la inmortalidad, buscando por todos los
medios la forma de conseguirla. Entre otras muchas intentonas, en una ocasión
envió una expedición a una mítica montaña en la que supuestamente residía un
mago con más de mil años de edad, y se dice que mandó quemar cualquier libro
que no estuviese enfocado en los secretos de la alquimia y el elixir de la
inmortalidad. Enormes recursos del reino fueron desviados a la insensata
búsqueda y muchos sabios murieron simplemente para que Qín comprobase si eran
capaces de resucitar.
Tras comprobar que nada de esto funcionaba, el anciano emperador volcó sus
esperanzas en el mercurio, la brillante “plata líquida” a la que los chinos
atribuían propiedades curativas para heridas y fracturas, además de para
mejorar la salud y, por supuesto, alargar la vida. Tan fascinado como
desesperado, Qín exigió a sus médicos y alquimistas que le aplicasen un
tratamiento a base de mercurio que le volviese inmortal. Bajo la amenaza de una
muerte segura en caso de no complacerle, los galenos de la corte suministraron
a Qín píldoras de mercurio y polvo de jade que acabaron por matarle, dándose la
paradoja de que un guerrero que sobrevivió a innumerables batallas y varios
intentos de asesinato acabó sucumbiendo a su propia obsesión por no dejar de
vivir.
En cualquier caso, en descargo de Qín hay que decir que no fue el único
monarca de la antigüedad obsesionado con el mercurio. Los faraones se lo
aplicaban en forma de ungüento y los griegos y los romanos hacían cosméticos
con él. Por su parte, los gobernantes mayas y árabes construían piscinas de este
metal líquido y la creencia en sus propiedades milagrosas se extendió a lo
largo de la Edad Media por toda la Cristiandad. Por tanto, no juzguemos con demasiada
dureza al bueno de Qín Shǐ Huáng. Después de todo, no hizo más que emplear el
mercurio para buscar aquello que tantos humanos hemos anhelado a través de las religiones; trascender esta
vida terrenal y asegurarnos el futuro en el “más allá”.
¡ Hasta pronto!