Grupo de soldados equipados con máscaras antigás
Pioneros de la Guerra Química
Es una creencia extendida que el empleo de
gases tóxicos con fines bélicos tiene su origen en la Primera Guerra Mundial. Sin
embargo, está afirmación debe matizarse pues, por ejemplo, existen pruebas
documentales del empleo de este tipo de arma en la antigua China en una época
tan temprana como el primer milenio antes de Cristo. Así, en ciertos asedios se
llegaron a quemar bolas confeccionadas con plantas ponzoñosas que se
introducían en los refugios construidos por los defensores con el ánimo de
asfixiarlos. En el Celeste Imperio se conocían cientos de recetas para producir
humos ponzoñosos o de efectos irritantes, incluidas algunas que contenían
arsénico. En Europa, a su vez, las primeras noticias nos llegan de la Guerra
del Peloponeso (431-404 a.C.), y nos hablan de cómo durante el asedio de una
ciudad ateniense, los espartanos prendieron junto a las murallas una mezcla de
madera, carbón y azufre con la esperanza de debilitar a los defensores.
Las pruebas arqueológicas más antiguas que se
conservan de una intervención con gases tóxicos proceden de Siria, en concreto
de Dura-Europos, una antigua ciudad que fue abandonada cuando en el año 256 de
nuestra Era el Imperio sasánida se la arrebató a los romanos. Durante el
asedio, los persas utilizaron en uno de los túneles una mezcla con contenido de
azufre que provocó una nube tóxica en la que fallecieron veinte soldados (19
romanos y 1 sasánida, seguramente el que hizo arder la mezcla) en pocos
minutos. Durante la Edad Media y la Edad Moderna hay referencias de la
utilización de ciertas mezclas que al incendiarse desprendían gases que cegaban
al enemigo, y ya en el siglo XVII se extendió la costumbre de lanzar en los
asedios proyectiles incendiarios con sustancias como azufre, grasa, resinas o
nitrato potásico con la intención de chinchar a los defensores tanto como fuese
posible.
Sin embargo, los orígenes de la moderna guerra
química hay que buscarlos a mediados del siglo XIX, cuando el desarrollo de la
ciencia y de la industria dieron paso a las primeras propuestas que iban en
serio. La persona que ostenta el dudoso honor de haber puesto la primera piedra
en el ignominioso camino fue el escocés Lyon Playfair, científico y a la vez
secretario del Departamento de Ciencia y Arte de su graciosa majestad, quien en
1854 sugirió el empleo de cianuro de cacodilo durante la Guerra de Crimea, con
objeto de acabar con el sitio de Sebastopol. Su propuesta fue finalmente
rechazada como inhumana, a lo que Playfair contestó, no sin cierta razón, que
cual era la diferencia entre rellenar los proyectiles con gas ponzoñoso o con
metal fundido. Nuevas propuestas avivaron el debate, hasta que la creciente
preocupación por la posibilidad de emplear este tipo de armas desembocó en el
acuerdo al que se llegó en la Conferencia de la Haya en 1899, en el que se
prohibía equipar los proyectiles con cualquier tipo de gas asfixiante.
Pero como, digan lo que digan, los acuerdos
están para incumplirlos, a pesar de la Declaración de la Haya sobre Gases
Asfixiantes de 1899 y de su sucesora, la Convención de La Haya de 1907, las
grandes potencias no renunciaron en absoluto a desarrollar gases ponzoñosos con
fines militares, aunque fuese a la chita callando. Un esfuerzo que desembocó en
la bien conocida utilización de cloro, fosgeno y gas mostaza a lo largo de la
Primera Guerra Mundial.
¡Hasta pronto!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química