viernes, 21 de noviembre de 2014


Eric Welsh (segundo por la derecha) en una reunión

 Si envenenamos calcio con boro los rusos se quedan sin bomba

El comandante británico Eric Welsh fue uno de esos personajes fabulosos que produjo la Segunda Guerra Mundial.  Químico de profesión y afincado en Noruega, al comienzo de la guerra ingresó en el mítico SIS (*), precursor del célebre MI-6, para encargarse de la rama noruega de dicha organización. Entre sus actividades, que incluyeron más de cien acciones de inteligencia en la Noruega ocupada, destacan hazañas como el haber sacado de Dinamarca en 1940 al gran físico atómico Niels Böhr, poniéndolo fuera del alcance de los alemanes, o el haber sido el cerebro de la operación de sabotaje que tuvo lugar en 1943 en la fábrica de agua pesada Norsk Hydro, en Noruega, que supuso el golpe de gracia para el ya maltrecho programa nuclear alemán. Pero, por encima de todo, fue el principal impulsor de la Operación Spanner, una de las acciones fallidas de sabotaje más extraordinarias de la historia.
En el otoño de 1945, alarmados por el éxito del Proyecto Manhattan y la subsiguiente explosión de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, los soviéticos aceleraron su propio programa nuclear con objeto de equilibrar la balanza con los americanos en el terreno militar. Para ello, entre otras cosas, se hicieron con los servicios de ilustres científicos alemanes que habían participado en el fracasado proyecto nazi y con las instalaciones que se encontraban distribuidas por toda la zona oriental de la Alemania ocupada. Así, desde finales de 1946 tanto el OSS (desde 1947 la CIA) como el MI-6 empezaron a recibir noticias de que en la fábrica alemana de Bitterfeld se estaban produciendo grandes cantidades de calcio metálico que se exportaban a la URSS para la obtención de uranio de gran calidad mediante la reducción de fluoruro de uranio con calcio.
Pero químico como era, Welsh sabía que bastaba una pequeñísima cantidad de boro (por encima de una parte por millón) para detener una reacción nuclear ya que el isótopo de boro-10 tiende a absorber los neutrones para convertirse en boro-11. Los americanos habían producido en secreto boro-10 de gran pureza en el contexto del Proyecto Manhattan, y el legendario espía disponía de un agente en Bitterfeld que podía contaminar el calcio. A pesar de arrostrar diversas dificultades, el proyecto anglo-americano se puso en marcha a mediados de 1948, pues los aliados opinaban que los soviéticos no disponían de la tecnología necesaria para detectar cantidades ínfimas de boro en el calcio. Sin embargo, el proyecto se malogró. El misterioso hombre de Welsh que trabajaba en la factoría empezó a temer por su futuro al darse cuenta de que un simple test de absorción de neutrones mostraría a los rusos que una partida entera de uranio había sido inutilizada, lo que les haría sospechar inmediatamente de los trabajadores de la fábrica alemana. Además, la producción se detuvo durante meses, pues los rusos ya tenían suficiente. Finalmente, en Agosto de 1949 los soviéticos hicieron explotar en secreto su primer artefacto de prueba, adelantándose en casi un año a las estimaciones de los americanos, que habían infravalorado claramente la capacidad tecnológica del Imperio soviético y el estatus de su proyecto nuclear.
Como carecía ya de sentido, la Operación Spanner fue cancelada y el boro devuelto a Estados Unidos vía Londres, donde fue reciclado en secreto. Los rusos jamás tuvieron noticia alguna de la operación, a pesar de la presencia de los famosos espías inmortalizados en las novelas de John LeCarré, Donald McLean, por aquel entonces secretario del  U.S.-UK Atomic Policy Committee, y "Kim" Philby, el representante del MI-6 en la CIA, ya que Welsh prefería despachar directamente con el jefe del MI-6, el famoso “M” de las películas de James Bond.
Así terminó uno de los más ingeniosos y audaces intentos de sabotaje que registra la historia, del que el mundo no supo nada durante décadas, hasta que la CIA decidió desclasificar la documentación al respecto. La que revela que un buen día de 1948, a un legendario agente secreto con 20 años de experiencia como químico se le ocurrió estropear el programa nuclear ruso con tan solo un poquito de boro.
¡Hasta la próxima!
(*) Secret Intelligence Service

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

sábado, 8 de noviembre de 2014

Calavera conservada en el Museo Británico
 

El fraude de las calaveras de cristal

 
Conocidas desde hace ciento cincuenta años, las llamadas calaveras de cristal han sido popularizadas en novelas, series y películas de ciencia ficción, tales como la última entrega de la saga de Indiana Jones. Para muchos de los miembros del movimiento New Age o de la teoría de los antiguos astronautas estas esculturas talladas en cristal de cuarzo proceden sin duda de alguna civilización desaparecida, cuando no directamente de los extraterrestres, poseyendo incluso poderes extraordinarios que hacen palidecer de asombro a la ciencia moderna. Sin embargo, un examen atento de su historia y características muestra que se trata de objetos manufacturados, al menos en su mayoría, poco antes de ser aparentemente descubiertos, careciendo por completo de extraños poderes y no siendo, por tanto, nada misteriosos.
 
El más famoso de estos cráneos es el llamado Mitchell-Hedges, supuestamente encontrado en 1924 por la adolescente Anna Le Guillon Mitchell-Hedges mientras acompañaba a su padre adoptivo en una excavación en la antigua ciudad maya de Lubaantun, en Belice, donde el aventurero esperaba encontrar nada menos que las ruinas de la Atlántida. Sin embargo, y al margen de las evidencias que apuntan a que los detalles de la historia son en su mayoría inventados, existen pruebas documentales de que Mitchell-Hedges padre adquirió la pieza en Londres a mediados de la década de los cuarenta. Asimismo, las pruebas realizadas en los últimos años han demostrado que el cristal del que esta hecha la escultura ha sido tallado con una herramienta moderna, siendo probablemente una copia efectuada en los años treinta de la calavera que se exhibe en el Museo Británico desde 1898.
 
Esta última pieza, al igual que otra que se encuentra en París, en el Museo del muelle Branly, obraba originalmente en poder de Eugène Boban, un anticuario que comerciaba con artefactos precolombinos durante la segunda mitad del siglo XIX. Al igual que en el caso del Mitchell-Hedges, los exámenes realizados con microscopio electrónico y tomografía computerizada en la Institución Smithsonian delatan la utilización de herramientas comunes en la época mencionada. El año pasado, nuevos estudios sobre el cráneo de Paris han encontrado en él la presencia de carburo de silicio, un abrasivo que no empezó a utilizarse en los talleres hasta el siglo XX. Hoy en día, todas las pruebas disponibles apuntan a que varias de las calaveras fueron fabricadas en Alemania, probablemente entre 1867 y 1886, fechas que coinciden con las polémicas actividades de Boban, mientras que otras parecen ser copias posteriores de los originales decimonónicos.
Lo cierto es que, a finales del siglo XIX, el gran interés que suscitaban los sensacionales descubrimientos de las antiguas ruinas precolombinas en las selvas del Yucatán y otros lugares dieron pie a la proliferación de todo tipo de falsificaciones. Por un lado, los auténticos cráneos y máscaras de piedra de las antiguas civilizaciones de Mesoamérica son mucho más estilizados que las calaveras modernas y presentan evidencias claras del uso de herramientas más o menos primitivas. Asimismo, ninguno de los antiguos mitos y leyendas que se han conservado desde la época precolombina hace referencia a las calaveras de cristal. Es casi seguro que Boban ideó el fraude para obtener notoriedad, haciéndolo formar parte de su más que lucrativo negocio de tráfico de piezas arqueológicas, en el que se mezclaban auténticas antigüedades con falsificaciones más o menos descaradas. Algunas de tales piezas acabaron en los museos en una época en donde todas las instituciones competían por hacerse con los mejores ejemplares y no se hacían demasiadas preguntas, alimentando la leyenda de que las extrañas calaveras habían sido confeccionadas empleando una técnica asombrosa y desconocida. Una técnica que, sin embargo, solo cobra vida en los sueños de los seguidores de la teoría de los antiguos astronautas y en su indomable capacidad para negar toda evidencia.
¡Hasta pronto!

viernes, 24 de octubre de 2014


El HMS Invincible, uno de los cruceros de batalla que se hundieron en Jutlandia
 
 

Acetona, biotecnología y el origen legendario del estado de Israel

 

La cordita, o “pólvora sin humo”, es una mezcla de nitrocelulosa, nitroglicerina y vaselina que requiere de una pequeña cantidad de acetona (menos de un 1%) como disolvente.  A principios del siglo XX, el gobierno británico la adoptó como propelente estándar para la munición de sus barcos de guerra, a pesar de que la acetona se obtenía de la madera con un ridículo rendimiento del 1%. Pero, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, el suministro de cordita para la Royal Navy adquirió un carácter estratégico y la tradicional escasez de acetona pasó a amenazar seriamente el ritmo de producción del explosivo. Hay incluso una teoría que intenta explicar el desastre que sufrieron los cruceros de batalla británicos durante la Batalla de Jutlandia por el empleo de la vieja cordita MK.I., de alto contenido en nitroglicerina, en lugar de la más moderna y segura variedad M.D. debido a la falta de acetona.
Fue entonces cuando Jaim Weizmann, un brillante judío originario del Imperio ruso que había emigrado a Occidente y trabajaba en el Departamento de Química Orgánica de la Universidad Victoria de Manchester, descubrió, mientras ponía algunas de las bases de la moderna biotecnología intentando encontrar bacterias que transformasen el butanol en almidón, que la bacteria Clostridium acetobutylicum era capaz de obtener acetona a partir de la miel de caña (melaza) con un rendimiento superior al 10%. Weizmann, que más tarde sería conocido como el “padre de la fermentación industrial”, cedió los derechos de la fabricación de acetona al gobierno y fue inmediatamente nombrado director científico de los Laboratorios del Almirantazgo. A partir de entonces, la historia se transforma en leyenda.
Según algunos testimonios de la época, incluyendo las Memorias de guerra publicadas en 1933 por el que fue primer ministro británico, David Lloyd George, Weizmann, que además de un genio de la incipiente biotecnología era un sionista convencido y el principal agente del lobby judío en Inglaterra, solicitó al agradecido gobierno británico su apoyo al establecimiento de un "hogar nacional judío" en lo que entonces era todavía territorio perteneciente al Imperio otomano. Con posterioridad, Weizmann desmintió en su autobiografía que las cosas sucediesen de esta manera, pero lo cierto es que, el 2 de noviembre de 1917, el Secretario del Foreign Office, Arthur James Balfour, firmaba la célebre declaración que lleva su nombre, la primera en la que una potencia mundial se mostró favorable al derecho del pueblo judío a establecerse en la antigua tierra de Israel. La Declaración Balfour, considerada por muchos como el acta de fundación del moderno estado hebreo, está detrás de gran parte de la historia de Oriente Medio en el siglo XX y lo que llevamos del XXI.
Weizmann, quien en 1918 había cofundado la Universidad hebrea de Jerusalén, utilizó la diplomacia durante años para obtener apoyo y financiación en favor de la causa del estado judío, siendo uno de los principales diseñadores de la estrategia sionista. Finalmente, fue elegido en 1949 como el primer presidente de Israel, cargo que desempeñó hasta el día de su muerte, el 9 de noviembre de 1952.
¿Fue la trascendental Declaración Balfour un regalo del gobierno británico a Weizmann por los servicios prestados a la causa británica a través de una bacteria? Tal vez nunca lo sepamos a ciencia cierta. Es obvio que en la posición británica influyeron otros condicionantes geopolíticos, pero no es fácil desdeñar la aportación del hombre que permitió a los ingleses mantener el suministro vital de cordita durante los últimos años de la Gran Guerra. Un hombre cuya trayectoria se convirtió en un mito que combina los albores de la biotecnología con los del moderno Estado de Israel.
¡Hasta la próxima!

viernes, 10 de octubre de 2014

Los premios más divertidos de la ciencia

Rana sometida a levitación magnética. IgNoble de Física en 2000
 

Los premios más divertidos de la ciencia

 

Creados en 1991 por los editores de la revista de humor científico Annals of Improbable Research, los premios Ig Noble pretenden, según reza su página web, “hacer reír a la gente, y luego hacerla pensar”. La denominación de los premios, que no son sino una parodia de los célebres galardones concedidos por la Academia Sueca, es un juego de palabras entre la voz castellana “innoble”  y el apellido de Alfred Nobel. Se conceden cada año a las investigaciones más extravagantes, inútiles o disparatadas que se producen a lo largo y ancho del planeta, aunque la organización se esfuerza en recalcar que en todos los casos se trata de investigaciones serias que utilizan el método científico para llegar a sus conclusiones. Además, y a diferencia de los Premios Nobel, pueden concederse en un número variado de categorías que no tienen por qué coincidir de un año para otro.
 
Es difícil establecer un ranking de las nominaciones que han resultado más divertidas a lo largo de las últimas dos décadas, ya que cada año se nos sorprende con nuevas investigaciones cuyo propósito y contenido parecen poner en duda el que las personas que las llevaron a cabo estuviesen en su sano juicio. En 2012, se concedió el premio de Anatomía a dos investigadores que demostraron que los chimpancés podían reconocerse entre ellos observando fotografías de sus traseros, en 2010 el de Salud Pública a tres norteamericanos que encontraron experimentalmente que los microbios se aferran con preferencia a los científicos que tienen barba y, en 2013, el de Probabilidad a los investigadores anglosajones que demostraron matemáticamente que cuanto más tiempo permanezca una vaca acostada, más pronto se levantará y, además es difícil predecir cuándo volverá a acostarse. Hay trabajos sobre los efectos secundarios de tragarse una espada, sobre si la gente nada más rápido en agua que en sirope o sobre la supuesta comunicación de los arenques a través de pedos. También sobre despertadores que salen corriendo y se esconden para asegurarse de que te despiertas, muñecas hinchables que transmiten la gonorrea o acerca de cuantos ciudadanos de Alabama irán al infierno si no se arrepienten.
 
No obstante, no todos estos “descubrimientos” son auténticos despropósitos. Por ejemplo, el aparentemente estúpido premio de Biología de 2006, concedido a un equipo europeo por demostrar que la hembra del mosquito Anófeles se sentía igualmente atraída por el olor de los pies humanos que por el del queso Limburger, desembocó en una estrategia para combatir la malaria que se está aplicando en África con un éxito notable. Asimismo, no todos los ganadores son perfectos desconocidos. En el año 2000, el físico ruso Andréy Gueim obtuvo el IgNoble de física por hacer levitar una rana en un campo magnético y en 2010 el auténtico Premio Nobel de Física por descubrir el grafeno.
 
En realidad, estos famosos premios esconden una velada crítica al sistema científico actual, que presiona de tal forma a los científicos e instituciones para que publiquen resultados y puedan mantener la financiación que a menudo da como resultado un completo despilfarro de valiosos recursos que podrían ser utilizados en investigaciones mucho más relevantes.
 
Y, para terminar, no podemos olvidar la defensa de la democracia que llevan a gala los organizadores de los premios. Con cierta regularidad, la revista concede un premio IgNoble de la Paz a aquellos gobiernos e instituciones que sacan adelante normativas ridículas destinadas a limitar los derechos de los ciudadanos. Por ejemplo, en 2013 se le concedió uno al presidente de Bielorrusia por ilegalizar los aplausos en público, y a la policía estatal del país por arrestar por aplaudir… ¡a un hombre manco!
 
¡Hasta la semana que viene!

viernes, 26 de septiembre de 2014


El mapa de Henricus Martellus de 1489
 

Un mapa que ¿cambió el mundo?


En 1489, en plena era de los descubrimientos y tres años antes de que Colón llegase a las Indias, un oscuro cartógrafo alemán del que poco se sabe dibujó en Florencia un extraño mapa del mundo que se cree tuvo una asombrosa influencia en los acontecimientos que siguieron, estando recubierto desde entonces por una aureola de intriga y misterio en la que se mezclan nuevos descubrimientos, prácticas de desinformación y secretos de estado del siglo XV.
Basado en los antiguos mapas de Claudio Ptolomeo que se habían convertido en la base de la cartografía renacentista en Occidente, el mapamundi de Heinrich Hammer, que usaba el nombre latinizado de Henricus Martellus Germanus, incorporaba tanto los descubrimientos de Marco Polo como detalles revelados de fuentes africanas, así como los hallazgos más recientes de los navegantes portugueses, mostrándose especialmente detallado en lo referente a la red fluvial y a las costas africanas. Pero, al igual que las obras anteriores del cardenal D’Ailly y de Paolo Toscanelli, el mapa mostraba la isla de Cipango (Japón) a tan solo 3.500 millas al oeste de la Península Ibérica, extendiendo de forma exagerada el tamaño del continente euroasiático. Un error de bulto que resulta de lo más sospechoso, ya que a partir del examen de mapas anteriores resulta evidente que la extensión más o menos correcta de la masa continental era bien conocida en esa época. Asimismo, el tamaño de África está también muy exagerado, extendiéndose la friolera de 11º más de la cuenta hacia el sur, algo extraño si tenemos en cuenta que cuando el año anterior Bartolomeu Dias circunnavegó el Cabo de Buena Esperanza ya era posible determinar la latitud con bastante exactitud. Dejando al margen que el detalle de las costas africanas ofrecido en el mapa evidencia la filtración de información secreta desde Portugal,  parece claro que alguien involucrado en el diseño del mapa quiso confundir a sus destinatarios mostrando que la ruta oriental hacia las Indias resultaba más dificultosa de lo que en realidad era. Para terminar de arreglarlo, el mapa incluye por primera vez una inexistente y gigantesca península en extremo oriente, la llamada “cola de tigre” o “Península de Catigara”, que parece una reminiscencia de la línea costera continua que unía Asia con el sur de África en los antiguos mapas de Ptolomeo, y que de haber estado verdaderamente allí habría dificultado enormemente el viajar por mar hacia el Este hasta las islas de las especias (las Molucas).
Pero, ¿quién podía estar interesado en semejante engaño? Muchos estudiosos piensan que el hermano de Colón, Bartolomé, introdujo estos señuelos en 1488 o 1489 mientras trabajaba para el rey de Portugal. De hecho existen muchos indicios de que el mapa fue confeccionado allí originalmente y Martellus simplemente hizo una copia, que fue la que trascendió. Los hermanos Colón habrían intentado convencer a los monarcas ibéricos, especialmente a los Reyes Católicos, de que financiasen su viaje hacia el Oeste utilizando este mapa manipulado, así como otros posteriores que no eran sino copias o desarrollos del mismo. Dado el éxito de la empresa, puede considerarse el mapa de Martellus como uno de los trabajos de intoxicación más exitosos de la historia, bien pudiendo decirse que contribuyó a cambiar el mundo para siempre. Tal fue su influencia que detalles como el de la inexistente “cola de tigre” fueron incorporados a muchos de los mapas que se confeccionaron en Occidente durante décadas.
Pero no acaban aquí las curiosidades de este asombroso mapa. Utilizando una red de distorsión, el cartógrafo e historiador belga (nacionalizado argentino) Paul Gallez, informó en la década de los 90 de las extrañas coincidencias entre el contorno costero y el sistema fluvial mostrados en la “cola de tigre” tal como aparece en el mapa, y la auténtica longitud y posición relativa de los ríos y otros accidentes geográficos de la vertiente oriental de Sudamérica, lo cual, a su juicio, respalda la hipótesis de que alguien exploró el continente americano mucho antes que el genovés. Aunque esta teoría no cuenta con el respaldo de la mayoría de la comunidad científica, supone una intriga más a añadir a aquellas que desde hace 500 años rodean a este legendario y enigmático mapa.
¡Hasta la semana que viene!

sábado, 13 de septiembre de 2014


El USS Eldridge en 1944
 

El bulo del destructor “teletransportado”

Si hay una leyenda urbana grabada a fuego en los corazones de los partidarios de las teorías de la conspiración, es la del “Experimento Filadelfia” (también llamado “Proyecto Rainbow”), el supuesto intento, por parte de la marina norteamericana, de dotar de invisibilidad a los destructores de escolta con vistas a protegerlos de los submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.
 
La historia es hoy en día célebre. Sometido a la acción de potentes campos electromagnéticos producidos por unas enormes bobinas instaladas siguiendo las supuestas investigaciones secretas de Albert Einstein, Nikola Tesla y otros destacados científicos, a finales de octubre de 1943 el destructor USS Eldridge (DE-173) y los escasos tripulantes destacados a bordo no solo se habrían vuelto completamente invisibles durante unos minutos, sino que habrían sido teletransportados  desde el puerto de Filadelfia en el que se encontraban hasta el de Norfolk, situado a más de 350 kilometros de distancia, para también desvanecerse allí y volver a aparecer en Filadelfia poco después. Según la leyenda, el resultado del experimento habría sido catastrófico para la tripulación, con varios de los hombres literalmente “fundidos” con la estructura del barco, otros enloquecidos, o posteriormente desmaterializados durante una trifulca en un bar. Como consecuencia de las aterradoras consecuencias, la marina habría decidido suspender el proyecto.
 
A pesar de que la única fuente original conocida que describe el suceso fue la carta que un supuesto testigo, Carlos Miguel Allende, hizo llegar en 1955 a Morris K. Jessup, un astrónomo y escritor aficionado a los ovnis, la leyenda del experimento se extendió como la pólvora, pasando a convertirse en uno de los relatos más divulgados de la segunda mitad del siglo XX. A ello contribuyeron la sorprendente reacción de la Oficina de Investigación Naval en Washington D.C., al decidir interrogar a Jessup tras recibir por correo una copia de uno de sus libros sobre ovnis con unas delirantes anotaciones hechas a mano por Allende u otras personas, y la posterior muerte del astrónomo, que se suicidó en extrañas circunstancias.
Sin embargo, todo el asunto quedó pronto en evidencia. En primer lugar (y muy fundamentalmente), aunque es cierto que Einstein colaboró con su gobierno en varios proyectos, la supuesta aplicación en el experimento de la "teoría del campo unificado" en la que trabajaba es completamente falsa, ya que dicha teoría no ha sido desarrollada con éxito todavía ni existe ninguna ley física conocida que permita utilizar campos de fuerza para volver invisibles o teletransportar a las personas o a las cosas. Asimismo, en 1943 Nikola Tesla era ya tan solo un anciano de 87 años a punto de fallecer, por lo que su supuesta intervención en el proyecto no resulta creíble.
En segundo lugar, los archivos de la marina donde se conserva la hoja de servicios del Eldridge muestran que el destructor nunca estuvo en Filadelfia en 1943. Todos los que sirvieron en él durante la Segunda Guerra han declarado que jamás participaron en un asunto semejante, ni oyeron hablar de él. Lo mismo han declarado los tripulantes del Andrew Furuseth, el mercante desde el que, según la leyenda, Allende fue testigo de la desmaterialización temporal del Eldridge.
Por último, Allende resultó ser Carl M. Allen, un aficionado a los ovnis bastante trastornado y que en alguna ocasión confesó haberse inventado la historia. Jessup, por su parte, se suicidó probablemente como consecuencia de su reciente divorcio y de sus constantes depresiones, tal y como su propia hija ha declarado. En cuanto a la peculiar reacción de la Oficina de Investigación Naval, resulta menos extraña si tenemos en cuenta que a mediados de los 50 el gobierno norteamericano investigaba de forma rutinaria cualquier rumor sobre tecnologías avanzadas, incluyendo los ovnis o la alquimia (*)
Para muchos investigadores, Allen simplemente sacó la idea del “barco invisible” del proceso de desmagnetización al que se sometía a los navíos para volverlos inmunes a las minas magnéticas, lo mezcló todo con algunos recuerdos personales (hay testigos de la pelea del bar que relatan que, por supuesto, nadie desapareció) e intentó darle credibilidad al asunto recurriendo a Einstein. Después, otras personas han continuado alimentando el mito con falsas declaraciones. Sin embargo, y a pesar de sus evidentes inconsistencias, lo sugestivo del relato y los extraños detalles que rodearon su divulgación han hecho que, casi 60 años después de salir a la luz, el bulo del “experimento Filadelfia” siga teniendo una significativa legión de seguidores, habiéndose convertido en una de las leyendas urbanas de más éxito de toda la historia de la ciencia. La que ha convertido a un oscuro destructor de escolta que nunca llegó a entrar en combate en el protagonista de una extraña y terrorífica historia de viajes por el tiempo y el espacio.
¡Hasta pronto!
(*) Aunque parezca increíble, existen algunos indicios de que a mediados de los años 40  militares norteamericanos llegaron a emplear tiempo y dinero en rastrear posibles indicios de tecnología atómica en documentos sobre alquimia.

viernes, 11 de julio de 2014

La estatuilla, en una vitrina del Museo Nacional del Cairo
 

El "pájaro de Sakkara"


En 1.898, en una tumba de la necrópolis de Sakkara, no lejos del Cairo, se encontró una estatuilla hecha con madera de sicomoro que data de finales del siglo III Ac. El objeto, que parece representar un halcón o algún otro tipo de pájaro, llama inmediatamente la atención por su sorprendente forma y por sus contornos aerodinámicos. Con 18,3 cm. de envergadura y una longitud de 14,2 cm., dispone de un ala superior recta, muy diferente a la de las aves y similar a la de muchos planeadores, además de una cola vertical más parecida al timón de una aeronave que a la cola de un pájaro. 
 
La estatuilla, de unos 40 gramos de peso, se diferencia de todas las representaciones usuales de aves procedentes del antiguo Egipto precisamente en aquellos detalles que más distinguen una aeronave de un pájaro. Por ejemplo, el objeto de Sakkara no tiene patas, ni plumas esculpidas o pintadas. De hecho, la extraña estatuilla apenas está decorada, mostrando tan solo unos pequeños ojos y algunas líneas en la parte inferior. Otra diferencia muy llamativa  es la presencia del timón vertical de cola. Las aves siempre tienen la cola “horizontal”, ya que no necesitan estabilizar su dirección porque pueden corregirla fácilmente. Los aviones, sin embargo, necesitan un timón vertical para poder mantener el rumbo. Por último, y quizás sea lo más extraordinario de todo, la sección transversal del ala muestra un diseño aerodinámico muy parecido al de un avión moderno. En la antigüedad, las representaciones de los pájaros raramente mostraban las alas con un perfil semejante.
 
Aunque en un principio pasó desapercibido (*), en el transcurso de los últimos 40 años se han llevado a cabo muchas investigaciones sobre el extraño objeto, algunas ampliamente difundidas entre el gran público por investigadores más o menos rigurosos, así como por medios de comunicación especializados, tales como el “History Channel”. La mayoría han sido realizadas por ingenieros aeronáuticos, y han incluido pruebas de vuelo y ensayos en túneles de viento sobre réplicas de la estatuilla, así como la utilización de simuladores. Todos los ensayos han mostrado resultados cuando menos sorprendentes. El “pájaro de Sakkara” no puede volar porque carece de estabilidad y presenta defectos estructurales, pero si se le añade un estabilizador horizontal en la cola se convierte en muchos aspectos en el modelo de un auténtico planeador. Es decir, aunque no vuela incluye la mayoría de los principios necesarios para hacerlo, algo sorprendente en un artefacto de más de 2000 años de antigüedad.
 
Pero, ¿para qué servía realmente esta curiosa estatuilla? Muchos arqueólogos apuntan a que se trataba de un objeto ceremonial o decorativo, o bien tan solo de un juguete. Otros estudiosos han indicado la posibilidad de que se tratase de una veleta, o incluso de una especie de “boomerang”. Sin embargo, sus características aerodinámicas han hecho pensar a algunos ingenieros en la posibilidad de que se tratase de una maqueta de un modelo de mayor tamaño.
 
¿Descubrieron los egipcios de la época helenística los principios que dan paso a la construcción de aeronaves 2,300 años antes de los hermanos Wright? Lo más seguro es que no. Puesto que no se ha encontrado ningún otro indicio de la presencia de tecnología aeronáutica en el antiguo Egipto, el extraño objeto podría no ser más que un extraordinario ejemplo de intuición por parte de alguno de los genios que proliferaban en aquella época en Alejandría, hombres que como Euclides, Ctesibio, Hiparco, Eratóstenes o Herón se encuentran detrás de descubrimientos que parecen adelantarse dos mil años a su tiempo. O tal vez las enigmáticas características del “pájaro” no sean sino fruto de la casualidad. Sin embargo, no todos piensan igual. En Washington, en el Museo Smithsonian del Aire y el Espacio, se exhibe una copia de la célebre estatuilla. El letrero que la acompaña reza así: “...los aspectos funcionales del diseño han hecho que algunos investigadores sugieran que el objeto había sido hecho con la intención de volar...” 
 
(*) A comienzos de la década de los 70 del pasado siglo, el gobierno de Anuar el-Sadat se esforzaba en ganar prestigio en el concierto internacional, y casi cualquier cosa era excusa para promocionar el país a bombo y platillo. Animado por la perspectiva de mostrar al extranjero que Egipto había sido nada menos que la patria de la aeronáutica, el entonces Ministro de Educación, Mohammed Gamal El-Din Mujtar, inauguraba en el Museo Nacional la primera "exposición de aeromodelismo" del antiguo Egipto. La muestra reunía un total de 13 antigüedades de la época de los faraones,  todas ellas más o menos relacionadas por su aspecto con el "pájaro de Sakkara".