jueves, 4 de junio de 2015

Geólogos en la Gran Esfinge


La Gran Esfinge de Guiza. A sus pies, la célebre "Estela del Sueño"
 
 

Geólogos en la Gran Esfinge


En el año 1991, el geólogo estadounidense Robert M. Schoch hizo pública su teoría de que el desgaste que presenta la Gran Esfinge de Guiza no es compatible con la erosión causada por el viento o por la la arena, sino únicamente por el efecto de una lluvia persistente. Dado que, según sus datos, el último período lluvioso registrado en Egipto sería muy anterior a la IV dinastía, Schoch concluía que la célebre estatua habría sido esculpida en una época tan temprana como el 5º o el 6º milenio a.C., es decir, mucho antes de que la civilización egipcia entrase en escena.
Con el tiempo, el heterodoxo geólogo ha apoyado su hipótesis en estudios sísmicos de la zona que mostrarían una erosión diferencial, demostrativa de que los egipcios de la IV Dinastía trabajaron sobre algo construido con anterioridad, así como en el hecho de que los bloques de caliza utilizados para construir los vecinos templos “del Valle” y “de la Esfinge”, que fueron extraídos del mismo lecho de roca a partir del cual se labró la Esfinge, presentan un tipo de erosión similar al de la gran escultura. Para Schoch, el revestimiento de granito que cubre ambos templos fue colocado posteriormente, en la época del faraón Kefrén, que es la generalmente admitida como fecha de construcción de la Esfinge. De igual modo, los egipcios habrían convertido la cabeza de la escultura, que originalmente habría representado a un león, en un retrato del faraón, lo cual explicaría su evidente desproporción con respecto al resto del cuerpo. Por su parte, el geólogo británico Colin Reader presentó una hipótesis alternativa a la de Schoch, admitiendo que la Esfinge es anterior a Keops o Kefrén, pero que probablemente procede de las primeras dinastías, mientras que la destacada erosión observada en el lado meridional de la pared que rodea la escultura se debería a la escorrentía del agua provocada por la topografía de la explanada de Guiza, más que a la lluvia en sí misma. La presencia de las canteras de Keops y Kefrén demostraría la mayor antigüedad de la estructura ya que, una vez quedasen establecidas, el camino del agua se vería bloqueado, no pudiendo seguir adelante con la erosión.
A pesar del atractivo de las teorías de Schoch y Reader, la mayoría de los geólogos y arqueólogos no están, sin embargo, nada de acuerdo con ellas, en especial con la primera. En primer lugar, no se ha encontrado nada en Egipto que apunte a la existencia de una cultura sofisticada anterior a unos 5.000 años, y es evidente que la Esfinge se encuentra plenamente integrada en el complejo funerario de Kefrén. Aunque eso por sí mismo no prueba que fuese esculpida entonces, el estudio de la secuencia de construcción de los dos templos parece mostrar, más allá de toda duda, que el del Valle precede al de la Esfinge, mientras que los bloques de caliza con los que está hecho este último proceden del mismo estrato que los de la gran estatua, lo cual implica que ésta también se construyó con posterioridad al templo del Valle. Estos templos tienen una estructura similar a la de muchos otros de la IV Dinastía, lo que avala la idea de que son contemporáneos. Los geólogos, por su parte, apuntan entre otras razones a la formación de cristales de sal para explicar parte del proceso de erosión, aunque tanto Schoch como Reader replican que ninguna de las alternativas propuestas permite explicar el tipo de erosión observada en la parte posterior de la esfinge, así como en algunas zonas del cuerpo. Asimismo, indican que las superficies de otros monumentos tanto contemporáneos como posteriores nunca muestran un aspecto similar. Por otro lado, la mayoría de los geólogos consideran que las conclusiones de Schoch acerca de los estudios de sismología llevados a cabo son precipitadas y muy cuestionables, dado que la supuesta erosión diferencial puede ser achacada simplemente a la distinta consistencia de las zonas de la roca.
Para echar más leña a la disputa, los últimos estudios climatológicos demuestran que la transición de un clima húmedo a otro mucho más seco se produjo en realidad mucho después de lo que opina Schoch, por lo que cierta erosión debida a la lluvia pudo muy bien tener lugar durante la IV Dinastía(*). En cuanto al pequeño tamaño de la cabeza, la mayoría de los arqueólogos piensan que, simplemente, los egipcios aprovecharon una protuberancia natural en la roca, sin preocuparse demasiado por las proporciones. Por supuesto, la total ausencia de inscripciones y documentos en los monumentos de la época no ayuda a arrojar luz sobre la polémica.
A día de hoy, el debate continúa, alimentado por la enorme popularidad que la hipótesis de Schoch tiene entre los creyentes en supuestas civilizaciones desaparecidas. Sin embargo, la integración de la Gran Esfinge dentro del complejo de Kefrén, los análisis que avalan la secuencia de su construcción, el resto de las pruebas arqueológicas y el estudio comparativo de la célebre cabeza con otras efigies del hijo de Keops, apuntan a que la estatua fue tallada durante la IV Dinastía, por no hablar de que no existe el menor rastro de una cultura en la zona que fuese anterior a la egipcia y que tuviese los medios y la tecnología necesarias para acometer semejante obra.
Queda por aclarar el espinoso asunto de la erosión del muro, un enigma rodeado de incógnitas que podría avalar la hipótesis de Reader, lo que, sin embargo, retrasaría la cronología de las primeras fases de la construcción de la escultura más famosa del planeta como mucho unos cientos de años, pero que en modo alguno nos llevaría, como les gustaría a los partidarios de Schoch, a una fecha anterior en miles de años al Egipto de los faraones.
¡Hasta pronto!

(*) Aún hoy en día el clima de Egipto se caracteriza por lluvias escasas, pero torrenciales.

jueves, 21 de mayo de 2015

La tumba líquida de Qín Shi


El primer emperador según una representación del s XIX
 
 

La tumba líquida de Qín Shǐ


Si hay un descubrimiento arqueológico que ha alimentado la imaginación del gran público ese es, sin duda, el del llamado “ejército de terracota”, una impresionante colección de más de seis mil estatuas diferentes de guerreros, caballos y carros de combate que protegían el tránsito al otro mundo de Qín Shǐ Huáng Dì, el legendario primer emperador de China. Las figuras ocupan una parte del gigantesco mausoleo de dos kilómetros cuadrados de superficie, que según las crónicas tardó 38 años en ser construido por cientos de miles de obreros y en cuyo interior se oculta todavía la tumba con los restos mortales del emperador.
 
Sin embargo, y aunque fue localizado desde hace décadas, el gobierno chino no autoriza todavía a los arqueólogos la entrada al interior del recinto, a pesar de las inimaginables riquezas que se supone contiene. ¿El motivo? Las trampas mortales que según los escritos antiguos se encuentran por doquier, dispuestas a liquidar al primero que se aventure a entrar en la tumba, así como la presencia en ella de elevados niveles de mercurio, ese tóxico metal líquido con el que se dice que el emperador ordenó rellenar el cauce de los ríos que atravesaban un enorme mapa de sus dominios, situado bajo una simulación del cielo nocturno en el que relucientes piedras preciosas hacían las veces de estrellas.
 
Qín, que vivió en el siglo tercero antes de nuestra era, fue un gran militar y estadista, pero también un megalómano donde los hubiera. Tras derrotar a todos sus rivales, terminando con el llamado “Período de los Reinos Combatientes”, hacia 221 a.C. unificó un enorme territorio bajo su control y comenzó a llevar a cabo una serie de obras faraónicas por las que debía ser recordado para toda la eternidad, incluyendo entre ellas una gigantesca red de carreteras, la célebre Gran Muralla y el mausoleo. Pero además, y a medida que envejecía, Qin se obsesionó con la inmortalidad, buscando por todos los medios la forma de conseguirla. Entre otras muchas intentonas, en una ocasión envió una expedición a una mítica montaña en la que supuestamente residía un mago con más de mil años de edad, y se dice que mandó quemar cualquier libro que no estuviese enfocado en los secretos de la alquimia y el elixir de la inmortalidad. Enormes recursos del reino fueron desviados a la insensata búsqueda y muchos sabios murieron simplemente para que Qín comprobase si eran capaces de resucitar.
 
Tras comprobar que nada de esto funcionaba, el anciano emperador volcó sus esperanzas en el mercurio, la brillante “plata líquida” a la que los chinos atribuían propiedades curativas para heridas y fracturas, además de para mejorar la salud y, por supuesto, alargar la vida. Tan fascinado como desesperado, Qín exigió a sus médicos y alquimistas que le aplicasen un tratamiento a base de mercurio que le volviese inmortal. Bajo la amenaza de una muerte segura en caso de no complacerle, los galenos de la corte suministraron a Qín píldoras de mercurio y polvo de jade que acabaron por matarle, dándose la paradoja de que un guerrero que sobrevivió a innumerables batallas y varios intentos de asesinato acabó sucumbiendo a su propia obsesión por no dejar de vivir.
 
En cualquier caso, en descargo de Qín hay que decir que no fue el único monarca de la antigüedad obsesionado con el mercurio. Los faraones se lo aplicaban en forma de ungüento y los griegos y los romanos hacían cosméticos con él. Por su parte, los gobernantes mayas y árabes construían piscinas de este metal líquido y la creencia en sus propiedades milagrosas se extendió a lo largo de la Edad Media por toda la Cristiandad. Por tanto, no juzguemos con demasiada dureza al bueno de Qín Shǐ Huáng. Después de todo, no hizo más que emplear el mercurio para buscar aquello que tantos humanos hemos anhelado a través de las religiones; trascender esta vida terrenal y asegurarnos el futuro en el “más allá”.
 
¡ Hasta pronto!

viernes, 8 de mayo de 2015


La xilografía de Hans Glaser, tal y como se conserva en Zúrich
 
 

La “batalla” del cielo de Núremberg


De acuerdo con lo reflejado en una famosa xilografía confeccionada en Alemania por el grabador e impresor Hans Glaser, entre las 4 y las 5 de la mañana del 14 de Abril de 1561 tuvo lugar frente a la ciudad de Núremberg un extraño fenómeno celeste, que ha sido interpretado por muchos como una prueba irrefutable de la visita de naves extraterrestres a nuestro planeta. En efecto, según la descripción de Glaser, un gran número de personas pudo contemplar aquel día  cómo durante la salida del Sol:
“Primero el sol mostró y fue visto con dos trazos de color sangre, medio redondos como la luna menguante directamente a través del sol, y en el sol, encima, debajo y a ambos lados destacaban orbes redondos de color sangre y en parte azulados o del color del hierro, también negros. Lo mismo a ambos lados y en placas circulares alrededor del Sol- había semejantes orbes de color sangre y los otros en gran número, colocados tres en fila, algunas veces cuatro en cuadrado, también muchos solos. Y entre tales orbes se han visto muchas cruces de color sangre, y entre tales cruces y orbes había tiras de color sangre…Mezclados junto con otros destacaban dos tubos grandes, uno a la derecha y otro a la izquierda, en estos pequeños y grandes tubos había tres, cuatro o más orbes. Estos comenzaron a luchar todos juntos, los orbes en el Sol se movieron hacia los que estaban a los lados, de modo que, los que estaban fuera, entraron junto con los orbes fuera de los tubos grandes y pequeños dentro del sol. También los tubos se movieron unos hacia los otros como los orbes y todos lucharon y batallaron unos con otros durante cerca de una hora. Y después de la batalla, que se desplazó durante un rato dentro y otra vez fuera del sol de un lado a otro con la mayor violencia, agotado el uno por el otro, todo cayó (como se ha dibujado arriba) desde el sol y el cielo a la tierra, como si ardiese todo junto y desapareció poco a poco sobre la tierra en una gran humareda. Después de estos sucesos, se ha visto algo como una lanza negra de gran longitud y grosor, el eje desde donde sale el sol y la cabeza hacia donde se pone…
¿Estamos pues ante la descripción de una auténtica “batalla celeste” entre naves alienígenas, en la más pura tradición de Star wars? El sentido común nos dice que parece raro que un combate de semejante magnitud y duración fuese observado solo desde Núremberg y que no se haya conservado resto alguno de las supuestas naves siniestradas. Además, nótense las continuas referencias a la simetría del fenómeno, así como la aparente ausencia de ruido, algo insólito en una confusa batalla. Pero, si no se trató de un combate aéreo, ¿qué fue lo que sucedió aquella mañana?
El análisis detallado de la descripción que da Glaser apunta a un fenómeno atmosférico conocido como “parhelio”, en el que partículas de hielo acumuladas en nubes altas actúan a modo de prismas, reflejando y refractando la luz de modo que se observan manchas brillantes de colores, que en muchos casos se asemejan a esferas o a cruces(*). En las mañanas frías de las altas latitudes de Europa Central, este infrecuente fenómeno no es excepcional, y los reflejos, que incluyen arcos, halos, “tiras” y “orbes” de distintos colores, se sitúan alrededor del astro de forma simétrica y luego se van desplazando a medida que el sol se eleva en el firmamento, algo que puede explicar los movimientos descritos por los testigos, ya que el relato no menciona que los objetos disparasen rayos o proyectiles, sino que parecían dirigirse los unos hacia los otros. La curiosa “lanza negra” y la “humareda” se asocian también a filamentos que se producen en las nubes cargadas de cristales, así como a las sombras que proyectan.
En la época en la que se produjo el avistamiento, que por supuesto fue interpretado en su día en términos religiosos, las xilografías hacían a menudo las veces de lo que hoy se conoce como prensa sensacionalista, centrándose en la descripción de fenómenos e incidentes extraños o de carácter violento. En este sentido, las ilustraciones que acompañaban a los textos estaban diseñadas para impresionar a la audiencia, incluyendo elementos de la propia cosecha del autor que servían para enriquecer la historia, haciéndola más atractiva y permitiendo la venta de más copias. De hecho, cerca de la cuarta parte de los sucesos narrados en estos auténticos “tabloides” del siglo XV hacían referencia a auroras boreales y otros fenómenos atmosféricos a los que podía dotarse de un sentido religioso, algo que convenía mucho a una Iglesia en guerra con la reforma protestante.
Por tanto, puede decirse casi con toda seguridad que la célebre “batalla de Núremberg” no fue más que un fenómeno atmosférico sorprendente al que la ambición de los editores y el pensamiento mágico típico de la época adornaron con una aureola de misterio. El mismo misterio que hoy en día los apóstoles de las pseudociencias siguen vendiendo a los incautos que tienen un conocimiento insuficiente de la verdadera realidad, esa que no necesita disfrazarse de nada para resultar de por si fascinante.
¡Hasta la próxima!
(*) De hecho, varios documentos medievales representan este fenómeno en forma de arcos y de cruces que rodean al astro rey.

jueves, 23 de abril de 2015


Uno de los montajes de Mumler


Fantasmas en exposición

William H. Mumler era un joven grabador y joyero, muy aficionado a la nueva técnica de la fotografía, que en 1861 descubrió, al hacerse un auto-retrato, como la forma misteriosa de una chica joven aparecía de manera enigmática en el negativo. Aunque tardó un tiempo en darse cuenta, lo que Mumler había descubierto por casualidad no era otra cosa que el célebre método de la doble exposición, consistente en disparar dos fotos seguidas, una detrás de la otra, sin pasar el carrete. De esta forma, se utiliza el mismo espacio para mostrar dos imágenes diferentes una encima de la otra, con resultados a menudo impresionantes. Hoy en día, la técnica parece trivial, pero durante la segunda mitad del siglo XIX protagonizó uno de los mayores escándalos de la denominada “edad de oro del espiritismo”.
Mumler, que por aquel entonces contaba con 29 años y era muy avispado, se dio cuenta de inmediato del potencial de la nueva técnica para engañar a los incautos. Alan Kardec había publicado cuatro años antes El libro de los espíritus, uno de los best-seller más influyentes de todo el siglo XIX, inaugurando la fiebre del espiritismo. Al  mismo tiempo, en Norteamérica la Guerra Civil estaba costando cientos de miles de vidas, llevando la angustia de los familiares a buscar desesperadamente cualquier indicio de la “supervivencia” de sus seres queridos. Al principio, Mumler hizo correr medio en broma la noticia de que había conseguido fotografiar a una prima suya ya fallecida, pero cuando comprobó la repercusión de la noticia decidió abandonar el oficio de joyero, instalando un estudio primero en Boston y después en Nueva York en donde fotografiaba a la gente potentada en compañía de los espíritus de los difuntos.
Por supuesto, el “fantasma de la prima” no era, con toda seguridad, más que el residuo de un negativo anterior capturado con la misma placa. Pero, por increíble que pueda parecer, tanto esta como todas las posteriores manipulaciones de Mumler, la mayoría de ellas consistentes en exposiciones previas de fotografías que el antiguo grabador solicitaba a los familiares con objeto de “facilitar la entrada en contacto” con el muerto, tuvieron un éxito arrollador, convirtiendo al antiguo grabador en un experto fotógrafo del “más allá” que cobraba a sus clientes cinco veces el precio de una fotografía normal.
Sin embargo, aunque sus extraordinarios montajes conseguían convencer a muchos escépticos, no todo el mundo se tragó los trucos de Mumler. Varios fotógrafos se dedicaron a explorar la técnica de la doble exposición y denunciaron lo que ellos consideraban un fraude, apuntando a que los supuestos espectros proyectaban sombras en direcciones distintas a las de las personas reales que aparecían en las fotografías, un indicio claro de la existencia de un montaje. Aparte de eso, a Mumler se le acusó de robar fotos, de incluir imágenes de personas que estaban vivas haciéndolas pasar por difuntos y de otras lindezas por el estilo. En 1869, las quejas contra el “fotógrafo de los espíritus” desembocaron en su detención, seguida de uno de los juicios más mediáticos de la época, en el transcurso del cual la acusación llamó a declarar al mismísimo P.T. Barnum, el polémico rey del show business que mostró al tribunal lo fácil que era trucar una fotografía. Sin embargo, la propia fama de embaucador de Barnum, responsable de fraudes resonantes como el de la “sirena de las Fidji” o el “gigante de Cardiff”, no ayudó demasiado a la causa y Mumler fue absuelto por falta de pruebas, algo que los partidarios del espiritismo celebraron como una gran victoria.
Mumler continuó haciendo fotos, algunas de ellas célebres como la que le hizo a la viuda de Lincoln con el fantasma de su marido, hasta su muerte en 1884, pero sus finanzas nunca se recuperaron de los gastos que le supuso el juicio. Mantuvo hasta el final que sus fotografías no eran un fraude, pero quemó todos los negativos poco antes de morir. Así, nadie ha podido comprobar en profundidad el tipo de trucos que utilizó este auténtico maestro de la fotografía, uno de los inventores del método de la doble exposición que puso todo su talento al servicio de los creyentes en el “más allá”.
¡Hasta pronto!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

viernes, 10 de abril de 2015


El HMS Britannia, torpedeado en 1918 por el submarino alemán UB-50
 
 

Convoyes, submarinos y chapuzas matemáticas

 
Que las matemáticas son imprescindibles para el buen funcionamiento de la ciencia es bien sabido. Que lo son para la correcta administración de las naciones en tiempo de guerra también lo es. Sin embargo, no muchas personas están al tanto del curioso papel que el deficiente conocimiento de las matemáticas más sencillas por parte de algunos oficiales ingleses jugó en el desarrollo de la Batalla del Atlántico, durante la Primera Guerra Mundial.
 
A poco de comenzar la guerra, el Almirantazgo se vio sorprendido por la eficacia del submarino, un arma nueva que los alemanes utilizaban con gran habilidad, sobre todo como medio de sabotear las rutas comerciales de los aliados. Cuando en 1917 el almirante Tirpitz ordenó una campaña sin restricciones a lo largo de las costas inglesas, los aliados llegaron a perder más de tres millones de toneladas de buques mercantes en menos de seis meses, lo que puso a Inglaterra literalmente contra las cuerdas. La solución al problema era, obviamente, la implantación de un sistema de convoyes como el  que en tiempos inauguró el Imperio español, pero influyentes oficiales del Almirantazgo rechazaron la posibilidad porque les parecía que juntar los barcos simplemente aumentaría la probabilidad de que se produjesen pérdidas, sin pararse a pensar que el perímetro de unas naves agrupadas es mucho más fácil de defender que el de los barcos navegando por separado.
 
El colmo de los despropósitos tuvo lugar cuando el contraalmirante Duff, Jefe de la División Antisubmarina y un burócrata de la peor tradición, mantuvo a los miembros del Alto Mando en la higuera suministrándoles interminables estadísticas según las cuales la amenaza no era tan seria, ya que de entre unas cinco mil entradas y salidas semanales de barcos solo se perdían unos cuarenta, es decir, menos del 1%. Pero las estadísticas estaban mal. De hecho, terrible y ominosamente mal. Los subalternos de Duff no solo contabilizaban todo tipo de embarcaciones, incluyendo ferries, pequeños pesqueros y cosas por el estilo, sino que contaban todas las entradas y salidas de cada barco. Por increíble que pueda parecer, los ingleses tardaron meses en descubrir que el número real de barcos mercantes diferentes que entraban o salían cada semana del país era ¡tan solo de 130!, lo que significaba que cada semana los submarinos alemanes hundían ¡más de la cuarta parte! Como recuerda Geoffrey Reagan en su magnífica obra, The Guiness book of Naval Blunders, eso solo significaba una cosa: la paralización inminente de todo el comercio británico y la subsiguiente derrota de la Gran Bretaña.
 
Cuando el primer ministro Lloyd George recibió la noticia de que, a menos que hiciese algo en seguida, tendría que capitular ante los alemanes, no pudo por menos que exclamar, completamente atónito:
 
¡Qué asombroso error de cálculo! La metedura de pata en la que han basado toda su política es un batiburrillo aritmético que no habría sido perpetrado por el empleado más humilde de cualquier oficina.”
 
Amenazados de despido, los funcionarios del Almirantazgo montaron por fin un sistema de convoyes, aunque a regañadientes. De hecho, ordenaron que el sistema fuese puesto en práctica solamente para los barcos que volvían a casa, con la consecuencia de que, a partir de ese momento, los alemanes solamente hundían los que salían de casa. Entonces, al primer ministro se le agotó la paciencia y despidió fulminantemente a parte de la  cadena de mando, incluyendo al primer lord del mar, Sir John Jellicoe. Convenientemente escoltados, los convoyes comenzaron a surcar los mares casi sin oposición, el mal momento pasó y los otrora temibles sumergibles del káiser perdieron la batalla.
 
Por lo demás, dicen las malas lenguas que el nuevo lord del mar ordenó someterse a un curso acelerado de matemáticas a todos los miembros de la Oficina del Almirantazgo.
 
¡Hasta la próxima!

viernes, 27 de marzo de 2015

El THTR-300, un antiguo reactor nuclear de torio

El boy scout radiactivo

Todos los que hemos estudiado química un poco en serio recordamos la presencia en los laboratorios de algún compañero algo“friki”, de esos que gustan bombardear el campo de fútbol de enfrente con pequeños cohetes fabricados con crisoles y mechas de magnesio. Pero, para “friki”, nadie mejor que el bueno de David Charles Hahn, un chaval de Detroit que en la década de los 90 saltó a la fama por haber intentado poner en marcha un reactor nuclear en el jardín de su casa.
David no era un estudiante modelo, ni mucho menos, pero se sentía fascinado por la química. Además, no tenía malos sentimientos, ya que soñaba con solucionar los problemas energéticos de la especie humana produciendo energía nuclear barata con un equipo doméstico. Para ello, comenzó a cartearse con funcionarios del gobierno norteamericano que, por increíble que pueda parecer, se creyeron que el intrépido adolescente era un tal “profesor Hahn”, que iba en busca de datos para diseñar unos experimentos en clase. Con la información obtenida, a Hahn se le ocurrió que no sería difícil poner en marcha nada menos que un reactor reproductor de fisión de tipo termal, en el que el isótopo de torio-232 absorbe un neutrón, convirtiéndose en torio-233, que a su vez decae por desintegración beta, transformándose primero en protactinio-233 y luego en uranio-233, el combustible que vuelve a iniciar el ciclo y que de esta manera sostiene la actividad del reactor.
Provisto de un delantal de plomo de dentista, el joven aprendiz de brujo compró un gran número de mantos de recambio para lámparas de torio (muy utilizadas en la industria), quemándolas con un soplete hasta obtener unas cenizas que trató a continuación con el litio que sacó de baterías abiertas con unas tenazas. Haciendo reaccionar el litio con las cenizas, consiguió purificar torio en cantidad suficiente como para envolver el núcleo del pequeño reactor, que construyó con un bloque de plomo perforado. A partir de miras telescópicas, también obtuvo tritio (un isótopo del hidrógeno) con el que fabricar el moderador de neutrones. Ya solo le faltaba el material fisible que originase la reacción, por ejemplo, un poco de uranio-235 para irradiar el torio. Pero esto era un auténtico problema, de hecho el mismo que afrontaron durante la Segunda Guerra Mundial los científicos del célebre “Proyecto Manhattan”. El uranio-235 se encuentra en la naturaleza en una proporción muy baja con respecto al uranio-238 habitual, por lo que hay que “enriquecerlo”, algo extremadamente difícil y que requiere instalaciones complejas. Primero, David se paseó inútilmente por medio estado de Michigan con su Pontiac equipado con un contador Geiger. A continuación, adquirió mineral de uranio de la República Checa e intentó enriquecerlo con métodos rudimentarios. Cuando comprobó que no había nada que hacer, fabricó una ingeniosa “pistola de neutrones”, utilizando americio radiactivo que robó de detectores de humo. Sin embargo, la pistola no funcionó.
A pesar de ello, y aunque el reactor se mantuvo siempre muy lejos de la masa crítica (el famoso físico atómico Al Ghiorso estimó que la cantidad de material fisible reunido por el adolescente era un billón de veces inferior a la necesaria para tener éxito irradiando el torio), alcanzó niveles de radiactividad mil veces superiores a las normales. El que fuese bautizado por la prensa como “el Boy Scout radiactivo”, se asustó y desmanteló el reactor, justo antes de ser detenido por la policía durante un incidente casual. Al registrar su Pontiac, los agentes descubrieron los materiales radiactivos y entraron en pánico, desencadenando una “Respuesta de Emergencia Radiológica Federal” que involucró al FBI, a la Comisión Reguladora Nuclear y a la Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos, que se encargó de limpiar el cobertizo y enterrar los desechos radiactivos.
Aunque el intrépido adolescente se salió de rositas dada su evidente buena voluntad, nunca volvió a disfrutar de un protagonismo como el de aquellos días. En 2007, David Hahn fue arrestado por intentar robar detectores de humo (que manía con el americio), aunque su ingreso en prisión fue suspendido para que pudiese recibir tratamiento contra la radiación.
De modo que si alguna vez queréis fabricar un reactor nuclear en el patio de casa, más arriba tenéis la receta. El problema es el material fisible de partida, pero siempre podéis intentar construir primero una gigantesca factoría para su purificación. Y, a ser posible, que no se entere el FBI.
¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

viernes, 13 de marzo de 2015

El alquimista de la Era Atómica

Relieve de la Catedral de Amiens con supuesta simbología alquímica
 

El alquimista de la Era Atómica

 
En 1926, el editor Jean Schemit recibía la visita de un enigmático individuo de corta estatura que le hablaba de la existencia de un misterioso lenguaje escondido en las catedrales góticas que él estaba dispuesto a revelar. Semanas más tarde, Eugène Canseliet, un joven escritor y alquimista, entregaba a Schemit un manuscrito supuestamente obra de un extraño personaje que respondía al seudónimo de Fulcanelli. Así, ese mismo año se publicaba en Paris El misterio de las catedrales, un libro que a pesar de una tirada inicial de tan solo 300 ejemplares produjo una impresión tan profunda en ciertos medios intelectuales franceses que terminó convirtiéndose en una de las obras ocultistas más famosas de todo el siglo XX. A este siguió, tres años más tarde, Las moradas filosofales, otra de las obras sobre alquimia más leídas de todos los tiempos.
 
En estos dos libros, Fulcanelli defiende con innegable maestría y una buena dosis de datos enigmáticos que el simbolismo de la alquimia juega un papel muy relevante en las esculturas y las vidrieras que adornan las enormes catedrales góticas que se extienden por toda Europa. Para sus seguidores, y muy principalmente para Canseliet, Fulcanelli sería un hombre elegante y culto que habría llegado a desentrañar los secretos de la materia hasta el punto de lograr auténticas transmutaciones y haberse convertido en poco menos que inmortal. Sin embargo, la fama de Fulcanelli no adquirió dimensión global hasta que Jacques Bergier, un ingeniero químico de origen ruso que fue también alquimista y espía y que había trabajado con el físico nuclear francés André Helbronner antes de la Segunda Guerra Mundial, desveló en El retorno de los brujos, el best-seller que escribió con Louis Pauwels en 1960, una supuesta conversación que habría tenido lugar con alguien que podría ser Fulcanelli en un laboratorio de la Sociedad del Gas, en Paris, en el transcurso de la cual, años antes del descubrimiento de la fisión nuclear, el misterioso alquimista habría intentado alertar a los investigadores franceses acerca de los peligros de manipular la energía del átomo, dando a entender que los alquimistas conocían el secreto desde hacía mucho tiempo.
 
La extraña conversación, que se produjo en ausencia de testigos y cuya veracidad no puede comprobarse, despertó el interés de muchos ocultistas a lo largo y ancho del planeta que intentaron seguir el rastro de este hombre que supuestamente habría desaparecido al final de la guerra para evitar que el gobierno norteamericano le interrogase acerca de sus conocimientos. En 2002 apareció una nueva obra firmada por el autor, siendo esta la última referencia que se tiene de él, aunque a todas luces se trata de una obra apócrifa.
 
Pero, ¿quién se escondía en realidad detrás del seudónimo de Fulcanelli? Se ha especulado con muchos nombres, empezando por el del propio Canseliet, pero las pruebas apuntan más bien hacia el pintor francés Julien Champagne, otro ocultista a quien Canseliet admiraba profundamente y que no era otro que el misterioso visitante que fue a ver al editor en 1926. Resulta que la caligrafía de algunos fragmentos atribuidos a Fulcanelli es prácticamente idéntica a la de Champagne y además existen otras pistas en las obras del legendario alquimista que apuntan hacia la autoría del pintor. Champagne y Canseliet, que junto a otros formaban la “Fraternidad de Heliópolis”, habrían construido el mito de Fulcanelli por vanidad y quizás para granjearse un prestigio dentro de los ambientes esotéricos que proliferaban en la Francia de entreguerras.
 
En cuanto a El misterio de las catedrales y Las moradas filosofales, se sospecha que son probablemente obras inspiradas en los escritos de los eruditos y ocultistas franceses Pierre Dujols y René Adolphe Schwaller de Lubicz, de quienes el pintor habría obtenido las ideas y los datos necesarios para completar ambos libros. En cualquier caso, Champagne murió en 1932 llevándose a la tumba el secreto de quien era Fulcanelli, y nosotros nunca sabremos la verdad acerca de la célebre conversación de Bergier en aquel laboratorio de la Sociedad del Gas en Paris, aunque seguimos estando razonablemente seguros de que los alquimistas nunca llegaron a sospechar los auténticos secretos que se esconden en el corazón de la materia.
 
¡Hasta pronto!