El HMS Britannia, torpedeado en 1918 por el submarino alemán UB-50
Convoyes, submarinos y chapuzas matemáticas
Que las matemáticas son imprescindibles para el buen funcionamiento de la
ciencia es bien sabido. Que lo son para la correcta administración de las
naciones en tiempo de guerra también lo es. Sin embargo, no muchas personas están
al tanto del curioso papel que el deficiente conocimiento de las matemáticas
más sencillas por parte de algunos oficiales ingleses jugó en el desarrollo de
la Batalla del Atlántico, durante la Primera Guerra Mundial.
A poco de comenzar la guerra, el Almirantazgo se vio sorprendido por la
eficacia del submarino, un arma nueva que los alemanes utilizaban con gran
habilidad, sobre todo como medio de sabotear las rutas comerciales de los
aliados. Cuando en 1917 el almirante Tirpitz ordenó una campaña sin
restricciones a lo largo de las costas inglesas, los aliados llegaron a perder más
de tres millones de toneladas de buques mercantes en menos de seis meses, lo
que puso a Inglaterra literalmente contra las cuerdas. La solución al problema
era, obviamente, la implantación de un sistema de convoyes como el que en tiempos inauguró el Imperio español,
pero influyentes oficiales del Almirantazgo rechazaron la posibilidad porque les
parecía que juntar los barcos simplemente aumentaría la probabilidad de que se
produjesen pérdidas, sin pararse a pensar que el perímetro de unas naves
agrupadas es mucho más fácil de defender que el de los barcos navegando por
separado.
El colmo de los despropósitos tuvo lugar cuando el contraalmirante Duff,
Jefe de la División Antisubmarina y un burócrata de la peor tradición, mantuvo
a los miembros del Alto Mando en la higuera suministrándoles interminables
estadísticas según las cuales la amenaza no era tan seria, ya que de entre unas
cinco mil entradas y salidas semanales de barcos solo se perdían unos cuarenta,
es decir, menos del 1%. Pero las estadísticas estaban mal. De hecho, terrible y
ominosamente mal. Los subalternos de Duff no solo contabilizaban todo tipo de
embarcaciones, incluyendo ferries, pequeños
pesqueros y cosas por el estilo, sino que contaban todas las entradas y salidas de cada barco. Por increíble que pueda
parecer, los ingleses tardaron meses en descubrir que el número real de barcos
mercantes diferentes que entraban o
salían cada semana del país era ¡tan solo de 130!, lo que significaba que cada
semana los submarinos alemanes hundían ¡más de la cuarta parte! Como recuerda
Geoffrey Reagan en su magnífica obra, The
Guiness book of Naval Blunders, eso solo significaba una cosa: la
paralización inminente de todo el comercio británico y la subsiguiente derrota
de la Gran Bretaña.
Cuando el primer ministro Lloyd George recibió la noticia de que, a menos
que hiciese algo en seguida, tendría que capitular ante los alemanes, no pudo
por menos que exclamar, completamente atónito:
¡Qué asombroso error de cálculo! La
metedura de pata en la que han basado toda su política es un batiburrillo
aritmético que no habría sido perpetrado por el empleado más humilde de cualquier
oficina.”
Amenazados de despido, los funcionarios del Almirantazgo montaron por fin
un sistema de convoyes, aunque a regañadientes. De hecho, ordenaron que el
sistema fuese puesto en práctica solamente para los barcos que volvían a casa,
con la consecuencia de que, a partir de ese momento, los alemanes solamente
hundían los que salían de casa. Entonces, al primer ministro se le agotó la
paciencia y despidió fulminantemente a
parte de la cadena de mando,
incluyendo al primer lord del mar, Sir John Jellicoe. Convenientemente
escoltados, los convoyes comenzaron a surcar los mares casi sin oposición, el
mal momento pasó y los otrora temibles sumergibles del káiser perdieron la
batalla.
Por lo demás, dicen las malas lenguas que el nuevo lord del mar ordenó
someterse a un curso acelerado de matemáticas a todos los miembros de la
Oficina del Almirantazgo.
¡Hasta la próxima!
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