domingo, 7 de abril de 2019

El día que Halsey se quedó sin portaaviones


El USS Cowpens (CVL-25), muy escorado mientras atraviesa el tifón Cobra


El día que Halsey se quedó sin portaaviones


 Es bien sabido que las tempestades y otros fenómenos meteorológicos adversos han tenido una gran influencia en la navegación en general y, muy particularmente, en el devenir de los conflictos bélicos en el mar. Así, desastres como el de la Armada Invencible o el catastrófico intento de Gengis Khan de llevar su ejército hasta el Japón fueron consecuencia de la furia implacable de los elementos. Pero, ¿podría una tormenta poner contra las cuerdas a una moderna y poderosa flota de portaaviones? Tal vez una simple tempestad no pueda, pero desde luego un huracán sí que es perfectamente capaz de hacerlo. Y si no, que se lo cuenten al almirante William “Bull” Halsey, responsable de la Task Force 38 de la marina de Estados Unidos en diciembre de 1944.
La TF 38 venía operando a unos 500 km al este de la isla de Luzón, en el Mar de Filipinas, llevando a cabo ataques contra los aeródromos japoneses de la zona. Durante las maniobras de aprovisionamiento, el tiempo había comenzado a empeorar, a pesar de lo cual los barcos permanecieron en el mismo sitio. Mientras tanto, de manera inadvertida y ominosa, el ciclón Cobra se acercaba lentamente a la escuadra norteamericana. Y lo que era peor, debido al deficiente sistema de avisos de los servicios metereológicos de la época, la información que le llegó a Halsey acerca de la situación y la dirección del tifón era incorrecta. De esta forma, completamente ciego ante lo que se le avecinaba, el 17 de diciembre el almirante americano dirigió a la totalidad de la enorme Tercera Flota hacia el centro de la tormenta.
Con vientos sostenidos de hasta 160 km/h, mar montañosa y lluvia torrencial, Cobra golpeó a la TF 38 con una violencia descomunal, provocando un desastre solo comparable al que hubiese producido un devastador ataque enemigo que hubiese pillado a la escuadra norteamericana sin cobertura aérea. En efecto, cuando la tempestad hubo amainado, los destructores Spence, Monaghan y Hull se habían hundido, los portaaviones Cowpens, Monterrey, Langley, Cabot, San Jacinto, Altamaha, Anzio, Nehenta, Cape Esperance y Kwajalein habían sufrido averías de consideración, y otros 17 barcos estaban dañados, incluyendo a un acorazado y a dos cruceros. En total, se perdieron 146 aviones y 790 vidas. Sólo gracias al poderío de la marina norteamericana este desastre no resultó irreparable.
Naturalmente, la primera consecuencia de lo sucedido fue la apertura de una investigación para depurar responsabilidades. A la luz de los hechos, pronto quedó claro que, a pesar del empeoramiento del tiempo la Tercera Flota nunca llegó a buscar refugio y que Halsey, un comandante muy controvertido que ya había sido criticado por su actuación en la Batalla del Golfo de Leyte, había cometido un grave "error de juicio" al dirigir la flota hasta el centro de la tormenta. Halsey se libró finalmente de ser sancionado, pero en enero de 1945 se vio obligado a abandonar el mando de la Tercera Flota. Sin embargo, a todo el mundo le resultó evidente que el verdadero motivo del fiasco no era otro que la rudimentaria infraestructura meteorológica de la U.S. Navy,  algo que llevó a invertir de veras en su desarrollo. Con el tiempo, ello desembocó en la creación del Joint Typhoon Warning Center, el actual organismo responsable del mecanismo de alerta de ciclones tanto en el Océano Pacífico como en el Océano Índico para todas las ramas del Departamento de Defensa y otras agencias gubernamentales estadounidenses.
Y es que la meteorología es una cosa muy seria. No en vano ha decidido el desenlace de muchas batallas a lo largo de la historia.
¡Hasta pronto!

domingo, 11 de noviembre de 2018

Midgley, el azote de la atmósfera

Un hombre suministrándose gasolina con plomo


Midgley, el azote de la atmósfera



El mundo vive en la actualidad, y desde hace muchas décadas, el reinado del petróleo, cuya primera destilación la obtuvo el persa Al-Razi en el siglo IX, aunque no se puede hablar propiamente de la industria del petróleo a gran escala hasta bien entrado el siglo XIX. Sin embargo, fue a partir de la invención del motor de combustión interna cuando el mundo comenzó a utilizar a destajo la gasolina, uno de los productos derivados del llamado oro negro al que hasta entonces no se le había encontrado utilidad alguna. Durante la primera mitad del siglo XX, el consumo de gasolina no paró de aumentar, permitiendo que de la mano del automóvil la gente se desplazase por el planeta de una forma impensable tan solo unos pocos años atrás.

Sin embargo, la gasolina entonces disponible daba algunos problemas, muy especialmente su enojosa tendencia a entrar en combustión a destiempo, con el consiguiente perjuicio para los motores. Fue entonces cuando Thomas Midgley Jr. (1889-1944), un ingeniero norteamericano que trabajaba para la General Motors, desarrolló un aditivo, el tetraetilo de plomo, que terminaba con el problema. El inconveniente era, naturalmente, que el plomo es un metal tóxico, algo bien conocido desde los tiempos del Imperio romano, razón por la cual la industria trató de ocultar convenientemente cualquier mención a que el producto así tratado pudiese resultar ponzoñoso. De hecho, el nombre que la General Motors dio al aditivo- “etilo”- era por sí mismo y a todas luces un intento descarado de evitar el que la prometedora sustancia pudiese ser asociada con el plomo y con su indeseable consecuencia, el saturnismo.

Pero el hecho es que la asociación existía. En 1923, Midgley tuvo que cogerse unas vacaciones en Florida afectado de envenenamiento, algo que también les sucedió a varios trabajadores de las plantas de producción del aditivo. Los rumores empezaban a circular entre la opinión pública, de modo que en octubre de 1924 se organizó una infame rueda de prensa destinada a demostrar la inocuidad del tetraetilo de plomo, en la que Midgley llegó a verter el producto en sus manos y a inhalarlo durante un minuto, asegurando que podría hacer esto a diario sin ningún problema. Midgley había sido nombrado vicepresidente de la nueva General Motors Chemical Company y no tuvo ningún escrúpulo en participar en la mascarada. Sin embargo, y como era de esperar, poco tiempo después el controvertido químico volvió a caer enfermo, teniendo que cogerse una baja tras ser diagnosticado de envenenamiento por plomo.

Sea como fuese, el subterfugio funcionó, y la gasolina con plomo siguió utilizándose de forma extensiva a lo largo y ancho del planeta, envenenado la atmósfera de las ciudades hasta que a mediados de los años setenta la acumulación de informes acerca de los efectos de las partículas de plomo sobre la salud de los niños y el advenimiento de los convertidores catalíticos terminaron con el problema. Midgley, por su parte, había abandonado la vicepresidencia de la GMCC y, en cierto modo, había renegado del tetraetilo de plomo, pasando a dedicar sus esfuerzos a los sistemas de refrigeración y aire acondicionado. Allí la industria buscaba refrigerantes que fuesen menos tóxicos y menos inflamables que los que había, y el inteligente y capaz Midgley y sus colegas dieron pronto con el diclorodifluorometano, el primero de los CFCs, más conocido como freón.

Pero a la postre, resultó que el freón tampoco era demasiado inocente. Treinta años después de que falleciese Midgley, el mundo se dió cuenta de los efectos devastadores de los CFCs sobre la capa de ozono, lo que desembocó en el Protocolo de Montreal de 1987, en el que se obligó a la industria a sustituir paulatinamente estos gases, el freón incluido. En 2010, la revista Time colocó a la gasolina con plomo y a los CFCs en la lista de los "cincuenta peores inventos del siglo". Un embarazoso homenaje para Thomas Midgley Jr., un químico excelente del que, sin embargo, una vez se dijo que "tuvo más impacto sobre la atmósfera que ningún otro organismo individual en toda la historia de la Tierra".

¡Hasta pronto!

sábado, 16 de junio de 2018

El velo imposible y las extrañas máquinas anatómicas

Imagen parcial del "Cristo Velado"


El velo imposible y las extrañas máquinas anatómicas


La famosa capilla San Severo en Nápoles, también conocida como la Pietatella, es una iglesia desconsagrada reconvertida en museo cuya historia está repleta de leyendas desde sus comienzos. Algunos dicen que está edificada sobre un antiguo templo dedicado a Isis, mientras que a lo largo de los siglos han circulado todo tipo de leyendas acerca de supuestos milagros que se encontrarían detrás de su construcción. Sin embargo, la hipótesis más plausible es la que relaciona el origen de la iglesia con el asesinato de Fabrizio Carafa, hijo de la primera princesa de Sansevero, quien habría mandado edificar un templo expiatorio en honor de la Virgen. En cualquier caso, a partir de la década de 1740 el príncipe Raimondo di Sangro ordenó su ampliación y contrató a los mejores artistas de Italia, con vistas a enriquecerla con maravillosas obras de arte.

Entre estas obras, destaca sin duda alguna el llamado “Cristo Velado”, una sensacional escultura en mármol realizada por Giuseppe Sanmartino que representa a Jesucristo después de la crucifixión, acostado y recubierto de un finísimo velo que muestra todo lujo de detalles anatómicos por debajo del mismo.

Aunque la técnica “de los paños mojados” es conocida por lo menos desde los tiempos de Fidias, la maestría del trabajo de Sanmartino es tan increíble que muy pronto empezaron a circular rumores acerca de la posible utilización de misteriosas técnicas alquímicas para la confección del velo. En efecto, Raimondo di Sangro no solamente era masón- todo el templo está repleto de simbología masónica- sino también un prolífico inventor y- se dice- un experto alquimista. De hecho, se sabe que el propio di Sangro elaboró alguno de los materiales utilizados en la ampliación de la iglesia, tales como la masilla de la cornisa que se encuentra sobre los arcos de las capillas laterales o algunos de los colores de la pintura con la que está decorada la bóveda. Así, a los ojos de muchos de los asombrados observadores del “Cristo Velado”, di Sangro habría elaborado algún tipo de procedimiento para “petrificar” el velo una vez depositado sobre la estatua, mientras que otros hablaron de un método para “ablandar” el mármol, permitiendo así que Sanmartino completase su a todas luces “inverosímil” obra.

La posible veracidad de la leyenda se vio además avalada por la presencia dentro del templo de otras chocantes rarezas, como las dos extrañas máquinas anatómicas halladas en los sótanos un siglo después de la muerte del príncipe. Estas máquinas son dos esqueletos de un hombre y una mujer (se cree que originalmente había un tercero, correspondiente a un bebé), con un modelo anatómico del sistema circulatorio. La representación de venas, arterias y capilares es tan realista que durante mucho tiempo se especuló con el uso de técnicas alquímicas de embalsamamiento y, en concreto, con una misteriosa disolución de mercurio que Raimondo habría empleado para “petrificar” los vasos sanguíneos. ¡Incluso se llegó a decir que el tratamiento se habría llevado a cabo in vivo para garantizar que el preparado alcanzase hasta el último rincón del cuerpo!

Por fortuna, estudios recientes (los propietarios de la Capilla obstaculizaron durante décadas el análisis de los restos) han demostrado, más allá de toda duda, que, aunque los esqueletos son ciertamente humanos, los modelos anatómicos fueron fabricados con una mezcla de ceras, cable metálico y fibra de seda, lo que exonera al bueno del príncipe de haber perpetrado semejante crimen. En cuanto al fabuloso velo del Cristo, está sin duda esculpido en el mismo bloque de mármol que el resto de la estatua, cosa ya confirmada por la documentación de la época.

Y es que siempre resulta más sugerente suponer que hay alquimistas y misterios de por medio, antes que admitir que el increíble talento del artista es lo único que se encuentra detrás de una de las obras cumbre de la escultura universal.

¡Hasta pronto!


sábado, 7 de abril de 2018


Pintura que muestra el episodio del submarino navegando por el Támesis

CORNELIUS DREBBEL Y EL SUBMARINO QUE SE PASEÓ POR EL TÁMESIS (CON EL REY DENTRO)


¿Cuál es el primer submarino del que se tiene información fidedigna? Por lo que sabemos, dos siglos antes de los prototipos de Narciso Monturiol e Isaac Peral, allá por el siglo XVII, Cornelius Drebbel, un extraordinario polímata holandés comparable a Edison o incluso Da Vinci, fue el responsable de construir los primeros sumergibles operativos que registra la historia.
Hacia la segunda década del siglo, Drebbel ya era toda una celebridad que se rifaban las cortes de media Europa. Pintor, grabador, cartógrafo, alquimista e ingeniero, había fabricado toda suerte de artilugios que producían asombro a propios y extraños. Entre sus invenciones, se encuentran modelos de máquinas de “movimiento perpetuo”, fuentes, una linterna mágica, una cámara oscura, microscopios compuestos con lentes convexas, un horno portátil equipado con termostato (uno de los primeros mecanismos de regulación automática de la historia), y aparatos precursores del barómetro y del termómetro. Además, participó activamente en el desarrollo de explosivos y detonadores, así como en el diseño y ejecución de numerosas obras públicas y de sistemas rudimentarios de aire acondicionado.
Pero, además de todo eso, entre 1620 y 1624, mientras trabajaba en Inglaterra para la Royal Navy, Drebbel construyó un total de tres submarinos dirigibles de madera recubiertos de cuero, cada uno mayor que el anterior, hasta el punto de que, según la documentación disponible, el último era capaz de transportar hasta dieciséis pasajeros. La propulsión era a remo (doce de los pasajeros eran remeros), con los remos asomando fuera del casco a través de orificios sellados con cuero impermeable. De acuerdo con las descripciones contemporáneas, la nave contaba con una escotilla, un timón y un sistema de depósitos de agua hechos con piel de cerdo que servían para hacer ascender o descender el submarino, además de ir equipado con tubos sostenidos por flotadores que permitían el suministro de aire.
Según las crónicas, el genial inventor hizo una demostración pública de este tercer modelo en el río Támesis, delante de miles de personas y con el mismísimo rey James I como testigo. A tenor de lo relatado, el artefacto habría permanecido sumergido durante tres horas, realizando el viaje de ida y vuelta de Westminster a Greenwich a una profundidad de entre cuatro y cinco metros. Además, habría tenido lugar una prueba de inmersión con el rey como pasajero, de modo que puede decirse que el bueno de James fue el primer monarca de la historia que navegó por debajo del agua. Al rey, la experiencia debió resultarle satisfactoria, ya que se sabe que durante mucho tiempo mantuvo a Cornelis bajo su protección.
Con todo, el episodio está envuelto en las brumas de la leyenda, y de hecho hay estudiosos que estiman que las referencias de la época pueden estar muy exageradas, y que el famoso submarino pudo no ser más que una nave semi-sumergible que se habría desplazado rio abajo impulsada por la corriente. Otros, por el contrario, hablan de la posibilidad de que los conocimientos químicos de Drebbel le permitiesen incluso desarrollar un sistema para producir oxígeno a partir de nitrato potásico, una especulación originada en su día por un comentario del químico Robert Boyle, a quien un pasajero del submarino le habría narrado que el holandés tenía "un licor químico" capaz de sustituir "la quintaesencia del aire".
En cualquier caso, y a pesar de las numerosas pruebas a las que se sometió al submarino, el Almirantazgo no le vio mucha utilidad a la idea, de modo que el sorprendente sumergible no llegó nunca a ser producido en masa ni a entrar en combate. Por lo demás, y por extraño que pueda parecer, las maravillosas cualidades del genial holandés no le sirvieron para terminar su vida envuelto en riquezas. Por el contrario, murió en Londres en 1633 en medio de la pobreza, sin llegar a sospechar que sus asombrosos inventos serían recordados para siempre y que, varios siglos más tarde, un cráter de la Luna sería bautizado en su honor.
¡Hasta pronto!

jueves, 1 de marzo de 2018

Una flota fantasma para alcanzar las estrellas


Las chimeneas del Hindenburg asomando por encima del agua


Una flota fantasma para alcanzar las estrellas


El 21 de noviembre de 1918, y siguiendo las condiciones del armisticio que puso fin a la Primera Guerra Mundial, la Flota de Alta Mar alemana se entregaba en bloque a sus rivales británicos y anclaba en la costa de la Isla de May, en las afueras del fiordo de Forth. En total, se rindieron 74 naves de guerra, que poco después quedaron internadas en la base de Scapa Flow, en las islas Orcadas.
Pero en la mañana del 21 de junio de 1919, y ante la perspectiva de que los barcos se convirtiesen en propiedad del gobierno británico o fuesen repartidos entre sus antiguos enemigos, el contraalmirante Ludwig von Reuter ordeno el hundimiento inmediato de toda la escuadra. De este modo, quince acorazados y cruceros de batalla, cinco cruceros y treinta y dos destructores fueron echados a pique.
En los años de entreguerras, casi todos los navíos fueron recuperados por motivos fundamentalmente económicos, muchos de ellos por el empresario Ernest Cox, quien se retiró siendo conocido como “el hombre que compró una armada”. Sin  embargo, los siete pecios que se encontraban en aguas más profundas, los acorazados König,  Kronprinz Wilhelm y Markgraf, junto con cuatro cruceros ligeros, nunca fueron reflotados y permanecen en Scapa Flow. En la actualidad, están protegidos bajo el Acta 1979 de áreas arqueológicas y antiguos monumentos, y son una buena fuente de ingresos para la zona debido el interés que despiertan entre los turistas aficionados al buceo.
¿Hundidos para siempre? No. Resulta que los dispositivos sensibles a la radiación, tales como los contadores Geiger y los detectores de radiación que van a bordo de las naves que enviamos fuera de nuestro planeta han de utilizar materiales no contaminados, con objeto de que las lecturas que arrojen sean en todo momento correctas. Pero sucede que TODO el acero producido en nuestro planeta después de 1945, cuando comenzaron las pruebas nucleares, está contaminado con una cierta cantidad de material radiactivo que, aunque resulta insignificante a casi todos los efectos, es suficiente para interferir en el funcionamiento de los delicados instrumentos.
Entonces, a alguien se le ocurrió que en las oscuras aguas del fondeadero de las Orcadas se conservaban miles de toneladas de acero de la mejor calidad, fabricadas en una época en la que las armas nucleares brillaban por su ausencia. Así, todos los años pequeñas cantidades del codiciado metal son extraídas de los fantasmales restos de los barcos y puestas a disposición de la comunidad científica, que gracias a eso ve como se reducen sus quebraderos de cabeza a la hora de poner a punto sus instrumentos de alta precisión, esos que sobrevuelan nuestro planeta, se acercan a la Luna o a otros cuerpos de nuestro Sistema Solar.
Y así, de esta forma inesperada, el acero del König o del Markgraf anda dando vueltas por el espacio mientras los acorazados a los que pertenece reposan en su tumba líquida de Scapa Flow. Una extraña manera de inmortalizar aquellos navíos cuyo acero ha pasado de surcar los mares en la batalla de Jutlandia a navegar por el firmamento, quizá durante toda la eternidad.
¡Hasta pronto!

Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química

miércoles, 31 de enero de 2018

¡Te desafío a identificarla!


Imagen: Freepik from www.flaticon.com



¡Te desafío a identificarla!


Vamos a aprovechar que el próximo 11 de febrero es el Día Internacional de la mujer y la niña en la ciencia para lanzaros el siguiente desafío: a ver si sois capaces de identificar a una eminente científica con las cinco pistas que vamos a daros:

1- Entre los muchos galardones que le han sido concedidos, es nada menos que Comandante de la Orden del Imperio Británico (¡como suena!).

2- Por muchas veces que mirase el reloj y le pareciese que el tiempo se le podía hacer muy largo o muy corto según las circunstancias, su vida está indisolublemente unida a un período de 1,33730113 segundos.

3- Aunque no tiene que ver con la zoología, su principal aportación a la ciencia está muy relacionada con un animal, o más bien con algo con pinta de animal (una raposa, para más detalles...)

4- Sus siglas favoritas fueron LGM. ¿Que qué significan? ¡Tampoco te lo voy a decir todo! ¿no?... Bueno... que sepas que tienen que ver con un color, una estatura y algo que, de haber sido cierto, hubiese sido el mayor descubrimiento de la historia.

5- Los mayores laureles se los llevó su director de tesis, a pesar de que tuvo mucho menos que ver que ella en el hallazgo que les catapultó a ambos hacia la gloria. Y es que, si ahora todavía hay machismo, fíjate entonces…

Ánimo, tienes diez días para pillarlo. Esta entrada participa en el #RetoNaukas11F. Recordad que podéis acceder al resto de los retos desde http://naukas.com/2018/02/01/retonaukas11f/ y que cuando sepáis quienes son estas científicas a las que merece la pena conocer tenéis que rellenar el formulario de respuestas en https://goo.gl/forms/1BBhMVcfkM4AeBTi2

Alejandro Navarro y Marisol Martin

jueves, 18 de enero de 2018

Pioneros de la Guerra Química


Grupo de soldados equipados con máscaras antigás

Pioneros de la Guerra Química


Es una creencia extendida que el empleo de gases tóxicos con fines bélicos tiene su origen en la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, está afirmación debe matizarse pues, por ejemplo, existen pruebas documentales del empleo de este tipo de arma en la antigua China en una época tan temprana como el primer milenio antes de Cristo. Así, en ciertos asedios se llegaron a quemar bolas confeccionadas con plantas ponzoñosas que se introducían en los refugios construidos por los defensores con el ánimo de asfixiarlos. En el Celeste Imperio se conocían cientos de recetas para producir humos ponzoñosos o de efectos irritantes, incluidas algunas que contenían arsénico. En Europa, a su vez, las primeras noticias nos llegan de la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.), y nos hablan de cómo durante el asedio de una ciudad ateniense, los espartanos prendieron junto a las murallas una mezcla de madera, carbón y azufre con la esperanza de debilitar a los defensores.

Las pruebas arqueológicas más antiguas que se conservan de una intervención con gases tóxicos proceden de Siria, en concreto de Dura-Europos, una antigua ciudad que fue abandonada cuando en el año 256 de nuestra Era el Imperio sasánida se la arrebató a los romanos. Durante el asedio, los persas utilizaron en uno de los túneles una mezcla con contenido de azufre que provocó una nube tóxica en la que fallecieron veinte soldados (19 romanos y 1 sasánida, seguramente el que hizo arder la mezcla) en pocos minutos. Durante la Edad Media y la Edad Moderna hay referencias de la utilización de ciertas mezclas que al incendiarse desprendían gases que cegaban al enemigo, y ya en el siglo XVII se extendió la costumbre de lanzar en los asedios proyectiles incendiarios con sustancias como azufre, grasa, resinas o nitrato potásico con la intención de chinchar a los defensores tanto como fuese posible.

Sin embargo, los orígenes de la moderna guerra química hay que buscarlos a mediados del siglo XIX, cuando el desarrollo de la ciencia y de la industria dieron paso a las primeras propuestas que iban en serio. La persona que ostenta el dudoso honor de haber puesto la primera piedra en el ignominioso camino fue el escocés Lyon Playfair, científico y a la vez secretario del Departamento de Ciencia y Arte de su graciosa majestad, quien en 1854 sugirió el empleo de cianuro de cacodilo durante la Guerra de Crimea, con objeto de acabar con el sitio de Sebastopol. Su propuesta fue finalmente rechazada como inhumana, a lo que Playfair contestó, no sin cierta razón, que cual era la diferencia entre rellenar los proyectiles con gas ponzoñoso o con metal fundido. Nuevas propuestas avivaron el debate, hasta que la creciente preocupación por la posibilidad de emplear este tipo de armas desembocó en el acuerdo al que se llegó en la Conferencia de la Haya en 1899, en el que se prohibía equipar los proyectiles con cualquier tipo de gas asfixiante.

Pero como, digan lo que digan, los acuerdos están para incumplirlos, a pesar de la Declaración de la Haya sobre Gases Asfixiantes de 1899 y de su sucesora, la Convención de La Haya de 1907, las grandes potencias no renunciaron en absoluto a desarrollar gases ponzoñosos con fines militares, aunque fuese a la chita callando. Un esfuerzo que desembocó en la bien conocida utilización de cloro, fosgeno y gas mostaza a lo largo de la Primera Guerra Mundial.
¡Hasta pronto!
Nota- Texto adaptado del libro del autor: Esto no estaba en mi libro de historia de la química